Hace cuarenta años, en enero de 1973, se aprobó una nueva ley para el
banco central en Francia. La ley 73-7 del Banco de Francia contenía
disposiciones críticas sobre la independencia del instituto monetario.
Su artículo 25 es especialmente relevante por el giro que ha tomado la
crisis en Europa. Dicho precepto prohibía al Banco de Francia otorgar
financiamiento al gobierno.
Esta regla representó una transformación histórica de gran calado y dejó al Estado a merced del sistema bancario internacional. En lugar de utilizar la capacidad de creación monetaria del banco central, el gobierno francés se embarcó en un nuevo camino que estaría marcado por grandes dificultades. Incidentalmente, cuando la ley se aprobó el presidente francés era Georges Pompidou, quien fue director de la Banca Rothschild entre 1956 y 1962, hecho que levantó muchas sospechas sobre los motivos para aprobar la nueva ley del banco de Francia.
La ley francesa fue precursora en el largo proceso de desregulación financiera que comenzó en la década de los setenta. Muchos otros países adoptarían el mismo principio en los años siguientes, aunque las modalidades específicas en cada caso fueron cambiando. El entorno económico que rodeó este acontecimiento estuvo marcado por la decisión del entonces presidente Nixon en 1971 de suspender las operaciones de compra y venta de oro por parte del tesoro estadounidense. Esa medida terminó con los días de la convertibilidad del dólar y destruyó el sistema de Bretton Woods de tipos de cambio fijos establecido en 1944. Poco tiempo después, el secretario del Tesoro, John Connally, escandalizó a un grupo de líderes europeos preocupados por que el nuevo régimen para el dólar podría transmitir la inflación de Estados Unidos a Europa. Connally les espetó: “Es nuestra divisa, pero es su problema”. Evidentemente eso no ayudó a tranquilizar a los financieros y banqueros europeos.
El derrumbe de Bretton Woods trajo aparejadas grandes transformaciones en el sistema financiero. El nuevo régimen de tipos de cambio flexibles representaba un riesgo importante para cualquier inversionista que ahora podría sufrir pérdidas por las variaciones en las paridades. Pero al mismo tiempo, dicho sistema abría grandes oportunidades para la especulación en los mercados de divisas. Para protegerse de los nuevos riesgos y aprovechar las oportunidades de especulación se necesitaba una importante desregulación financiera y, en especial, se requería abolir las restricciones a los flujos de capital entre países. Esto era indispensable para realizar arbitrajes que harían posible obtener ganancias derivadas de los diferenciales en tasas de interés, inflación y movimientos en las paridades.
Las operaciones internacionales de la banca hicieron cada vez más difícil la tarea de regular la oferta monetaria por parte de los bancos centrales. Las restricciones sobre topes en tasas de interés, composición de la cartera de préstamos y los requisitos de reservas y encaje legal eran ahora fácilmente evadidos y se prefirió eliminarlos poco a poco. En ese contexto también se consideró necesario cambiar el régimen legal de los bancos centrales y pronto se comenzó a manejar la idea de que era necesario hacerlos autónomos para protegerlos de los políticos y evitar la monetización de los déficit en el gasto público. También se dijo que esto permitiría a los bancos centrales preservar la estabilidad de precios. Ahora sabemos que nunca existió la estabilidad macroeconómica, pero a finales de la década de los ochenta la retórica sobre independencia del banco central era machacada en la prensa, como si la mencionada autonomía representara el remedio para todos los males del sistema económico.
Al concretarse la unión monetaria en Europa, las leyes nacionales sobre autonomía del banco central fueron remplazadas por el artículo 104 del tratado de Maastricht y el artículo 123 del tratado de Lisboa. Estas disposiciones prohíben de manera explícita cualquier tipo de créditos por el Banco Central Europeo y por los bancos centrales nacionales a los gobiernos y autoridades regionales o locales de los países miembros. Y este tipo de restricciones no se limita a los países europeos. Un estudio reciente del Fondo Monetario Internacional revela que en dos terceras partes de una muestra de 152 países el banco central tiene prohibido hacer préstamos al gobierno. De este modo se acabó por someter a las finanzas públicas al escandaloso sistema que permite a los bancos privados crear dinero de la nada, prestarlo y cobrar intereses.
El resultado ha sido la colosal expansión en el pago de intereses de los gobiernos a los bancos privados. Datos de Eurostat revelan que los países de la Unión Europea destinaron más de 370 mil millones de euros a pagar intereses a bancos comerciales en 2011, lo que equivale a 2.9 por ciento del PIB de la UE. La autonomía de los bancos centrales es un espejismo detrás del cual se esconde la subordinación de las finanzas públicas a la banca comercial.
Esta regla representó una transformación histórica de gran calado y dejó al Estado a merced del sistema bancario internacional. En lugar de utilizar la capacidad de creación monetaria del banco central, el gobierno francés se embarcó en un nuevo camino que estaría marcado por grandes dificultades. Incidentalmente, cuando la ley se aprobó el presidente francés era Georges Pompidou, quien fue director de la Banca Rothschild entre 1956 y 1962, hecho que levantó muchas sospechas sobre los motivos para aprobar la nueva ley del banco de Francia.
La ley francesa fue precursora en el largo proceso de desregulación financiera que comenzó en la década de los setenta. Muchos otros países adoptarían el mismo principio en los años siguientes, aunque las modalidades específicas en cada caso fueron cambiando. El entorno económico que rodeó este acontecimiento estuvo marcado por la decisión del entonces presidente Nixon en 1971 de suspender las operaciones de compra y venta de oro por parte del tesoro estadounidense. Esa medida terminó con los días de la convertibilidad del dólar y destruyó el sistema de Bretton Woods de tipos de cambio fijos establecido en 1944. Poco tiempo después, el secretario del Tesoro, John Connally, escandalizó a un grupo de líderes europeos preocupados por que el nuevo régimen para el dólar podría transmitir la inflación de Estados Unidos a Europa. Connally les espetó: “Es nuestra divisa, pero es su problema”. Evidentemente eso no ayudó a tranquilizar a los financieros y banqueros europeos.
El derrumbe de Bretton Woods trajo aparejadas grandes transformaciones en el sistema financiero. El nuevo régimen de tipos de cambio flexibles representaba un riesgo importante para cualquier inversionista que ahora podría sufrir pérdidas por las variaciones en las paridades. Pero al mismo tiempo, dicho sistema abría grandes oportunidades para la especulación en los mercados de divisas. Para protegerse de los nuevos riesgos y aprovechar las oportunidades de especulación se necesitaba una importante desregulación financiera y, en especial, se requería abolir las restricciones a los flujos de capital entre países. Esto era indispensable para realizar arbitrajes que harían posible obtener ganancias derivadas de los diferenciales en tasas de interés, inflación y movimientos en las paridades.
Las operaciones internacionales de la banca hicieron cada vez más difícil la tarea de regular la oferta monetaria por parte de los bancos centrales. Las restricciones sobre topes en tasas de interés, composición de la cartera de préstamos y los requisitos de reservas y encaje legal eran ahora fácilmente evadidos y se prefirió eliminarlos poco a poco. En ese contexto también se consideró necesario cambiar el régimen legal de los bancos centrales y pronto se comenzó a manejar la idea de que era necesario hacerlos autónomos para protegerlos de los políticos y evitar la monetización de los déficit en el gasto público. También se dijo que esto permitiría a los bancos centrales preservar la estabilidad de precios. Ahora sabemos que nunca existió la estabilidad macroeconómica, pero a finales de la década de los ochenta la retórica sobre independencia del banco central era machacada en la prensa, como si la mencionada autonomía representara el remedio para todos los males del sistema económico.
Al concretarse la unión monetaria en Europa, las leyes nacionales sobre autonomía del banco central fueron remplazadas por el artículo 104 del tratado de Maastricht y el artículo 123 del tratado de Lisboa. Estas disposiciones prohíben de manera explícita cualquier tipo de créditos por el Banco Central Europeo y por los bancos centrales nacionales a los gobiernos y autoridades regionales o locales de los países miembros. Y este tipo de restricciones no se limita a los países europeos. Un estudio reciente del Fondo Monetario Internacional revela que en dos terceras partes de una muestra de 152 países el banco central tiene prohibido hacer préstamos al gobierno. De este modo se acabó por someter a las finanzas públicas al escandaloso sistema que permite a los bancos privados crear dinero de la nada, prestarlo y cobrar intereses.
El resultado ha sido la colosal expansión en el pago de intereses de los gobiernos a los bancos privados. Datos de Eurostat revelan que los países de la Unión Europea destinaron más de 370 mil millones de euros a pagar intereses a bancos comerciales en 2011, lo que equivale a 2.9 por ciento del PIB de la UE. La autonomía de los bancos centrales es un espejismo detrás del cual se esconde la subordinación de las finanzas públicas a la banca comercial.
Alejandro Nadal
La Jornada