sábado, 6 de agosto de 2011

El fin del Estado de Bienestar en los países europeos

¿Qué es el Estado de Bienestar? A grandes rasgos, el Estado de Bienestar consiste en la acción estatal que garantiza a todos los habitantes niveles razonables de ingresos, alimentación, salud y educación. Consagra el derecho que tiene toda persona a no ser excluida de la sociedad; para ello se le asigna una suma de dinero suficiente y un acceso a los servicios públicos que le permita satisfacer sus necesidades fundamentales. No se trata de asistencialismo, sino del reconocimiento del derecho a ocupar un lugar normal en la sociedad.

En varios países se practicaron tradicionalmente políticas de protección para los más pobres. El ejemplo moderno más destacado es la legislación social de Bismarck en Alemania (leyes de Prusia entre 1883 y 1889); asimismo, durante y después de la Primera Guerra Mundial, de la Gran Depresión que comienza en 1929 y de la Segunda Guerra Mundial, muchos gobiernos practicaron políticas de promoción social.

La consolidación del Estado de Bienestar como eje de la política económica de muchos países –sobre todo de los desarrollados– se produjo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los pueblos que salían de enormes sacrificios reclamaron una mayor justicia social. Primero se institucionalizó en Inglaterra, donde el Plan Beveridge estableció un principio básico: cualesquiera sean sus ingresos, todos los habitantes –por el solo hecho de serlo– tienen derecho a estar incluidos en la sociedad, sea con pagos en efectivo o con servicios estatales (salud, educación, jubilaciones, entre otros).

El pensamiento reaccionario embistió en contra de esta conquista humana. Se repite ahora la denigración ya clásica recordada por Albert O. Hirschman en 1991, cuando publicó Dos siglos de retórica reaccionaria. Relata Hirschman cómo pensadores y fuerzas políticas de ideas retrógradas combatieron contra tres conquistas del progreso: la revolución francesa, el sufragio universal y el Estado de Bienestar. Se descalificaba a cada una de esas conquistas mediante tres argumentos recurrentes: su efecto perverso, su inutilidad y la puesta en peligro de logros anteriores. No se equivocaban en la defensas de sus intereses, porque el Estado de Bienestar es uno de los mayores logros de la justicia social.

El Estado de Bienestar europeo subsistió hasta la actualidad, con muchos progresos. Por ejemplo, la mejoría en los servicios públicos, en especial de salud, educación, seguridad social y vivienda; las negociaciones colectivas de salarios; la igualdad de derechos de género. Pero con posterioridad a la crisis financiera internacional de 2008 comenzó a deteriorarse.

Mucho o algo, en todo o en parte, en el fondo o en la forma, los principales países de Europa occidental discuten ahora cómo desmantelar el Estado de Bienestar. No es poco. Eso que se llamó en alguna época la cuna de la civilización, donde se originó el Siglo de las Luces que abre la modernidad, ese lugar del mundo que fue mucho más que un modelo para la Argentina, hoy intenta la precarización del empleo, la privatización de bienes públicos y el desmantelamiento de la seguridad social.

Cómo afecta la crisis financiera al Estado de Bienestar. Los países europeos que están suprimiendo, poco a poco, el Estado de Bienestar enfrentan una grave crisis financiera que deben pagar, o bien el sistema financiero nacional e internacional, o los Estados, o los habitantes de los países afectados, o entre los tres.

Hay que decir que la crisis global que estalló en 2008 no fue causada por un gasto fiscal descontrolado ni por déficits públicos; por el contrario, en la mayor parte de los países hoy en dificultades, el déficit público disminuyó; y en algunos casos lo hizo de modo significativo, como en España e Irlanda, alguna vez presentados como ejemplos.

En realidad, fue una crisis del sector financiero de los países desarrollados que, huérfano de regulaciones, se sobreexpandió en negocios cada vez más desvinculados de la economía real. Cuando reventó esa gigantesca burbuja (versión primermundista de nuestra “plata dulce”), se contrajo bruscamente el gasto privado, y aumentó el gasto público: en parte por los paquetes de estímulo fiscal y en parte por el salvataje masivo del sector financiero. Como al mismo tiempo caían los ingresos debido a la recesión, se generaron importantes déficits públicos.

De ese modo, el mismo sistema bancario que causó la crisis y fue rescatado por los gobiernos, se encontró a poco andar como el principal acreedor de esos gobiernos. Se produjo entonces un cambio drástico en el discurso del establishment: se pasó de reclamar la intervención del Estado para evitar el colapso económico y del sistema bancario, a exigir una urgente austeridad fiscal para dar confianza... a los mercados financieros.

De este panorama se desprende que el sector financiero pelea por conservar su hegemonía y hasta ahora lo ha conseguido. Parece que hasta hizo olvidar cuál es el origen de la crisis: ahora ya no se habla de crisis financiera, sino de crisis fiscal, olvidando que esta se debe principalmente a aquella. Se ha logrado un consenso político. Los Estados y gran parte de los pueblos han aceptado que sean ellos quienes paguen y no los bancos.

El caso de Grecia: el sabor de la cicuta. Para que se entienda mejor la situación es útil reseñar el caso de Grecia. El primer drama es que ya no existe el dracma: el país está en la zona euro y por lo tanto carece de una moneda nacional. La mayoría de las naciones de la Unión Europea tienen una sola moneda, pero muy distintas productividades y políticas económicas. La productividad de los alemanes es mucho mayor que la de los griegos; y Alemania buscó mejorar su balanza comercial externa con una política de salarios y precios muy restrictiva (por debajo del 2% como meta de inflación anual) y Grecia aumentó ambas variables. Después de 10 años se acumuló una diferencia importante, que trajo un fuerte desequilibrio en la misma zona euro.

Entonces, Grecia tiene un problema que no puede corregir mediante una devaluación, por la inexistencia de una moneda nacional. En esta situación, la variable de ajuste son los salarios, las jubilaciones y el gasto público, a cambio de recibir préstamos externos para pagar deuda pública. La realidad es que se endeudaron por el privilegio que otorga el estar en la zona euro. En su naturaleza, es una situación parecida a la Argentina del 2000-2001, puesto que no es un problema de liquidez sino de solvencia.

La dificultad es que con el ajuste de las cuentas fiscales y los préstamos de la Unión Europea y del Fondo Monetario Internacional (FMI) se posterga la caída de Grecia en el default, pero no se resuelve el origen de la cuestión, que es la falta de competitividad. Para lograrlo debería salir de la zona euro, devaluar y reestructurar la deuda con una quita muy fuerte y sin las condiciones draconianas que tiene ahora. Además se distribuirían los costos de modo que también pierdan los que prestaron irresponsablemente, pensando que al final habría un rescate internacional de la deuda.

Pero esta salida de la crisis, que resolvería un problema de fondo, perjudicaría a los acreedores, entre los cuales hay muchos bancos europeos (sobre todo alemanes y franceses). Por eso, la opción elegida por los gobiernos y el FMI es la que implica endeudamiento y recesión para Grecia. Consiste en que, primero, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Central Europeo (BCE) y los gobiernos europeos concedan un enorme préstamo al gobierno griego para que pague al sistema financiero. Y segundo, en que el gobierno griego realice un severísimo plan de ajuste, privatice empresas públicas, evite el default y la devaluación; y al cabo de los años y con mucho sacrificio, pague la deuda.

La objeción evidente es que a través de una política de ajuste no se resuelve el problema de la deuda pública. Una espiral recesiva genera menos ingresos a cada vuelta de tuerca. Por eso es insensato disminuir el déficit fiscal en medio de una recesión.

Hasta ahora se trata de un plan de salvataje para los acreedores, a pagar por los griegos, en particular por los de ingresos medios y bajos. La propaganda de esta operación la califica como “salvataje a Grecia”, cuando es realidad es el “salvataje de bancos alemanes y franceses”, a costa de una recesión que afectará con dureza al pueblo y al Estado griegos.

Veamos ahora cómo es la “poción mágica” que quieren hacer tragar a los griegos. En primer lugar, tiene un eco socrático, porque su sabor se parece mucho al de la cicuta. Está llena de condicionalidades que se establecen en los documentos oficiales suscriptos por el FMI y el gobierno griego. Las “condiciones estructurales” establecidas en 2010 para Grecia son muy recesivas. Imponen: rebaja de los salarios de los empleados públicos y las jubilaciones (que además se congelan por tres años); reducción de los beneficios de la seguridad social; el IVA aumenta del 21 al 23%; designación de un grupo especial, con un líder, para controlar el gasto público; creación de un Fondo de Estabilidad Financiera para “preservar la salud del sector financiero y apoyar la economía griega proveyendo apoyo a los bancos cuando lo necesiten”; reorganización y reducción de los gobiernos locales y de los funcionarios elegidos o nombrados; control estricto del presupuesto y de su ejecución; reforma del régimen jubilatorio; publicación de los estados financieros de las 10 mayores empresas estatales; implantación de un plan contra la evasión fiscal; publicación de un informe detallado sobre los sueldos en el gobierno; adopción de nuevas regulaciones para el sistema estadístico, y –último en la enumeración pero privilegiado en la intención– preparación de un plan de privatizaciones para recaudar 15.000 millones de euros en activos que migrarían al sector privado al final de 2012, que llegarían a un total de 51.000 millones al final de 2015.

Repite los planes de ajuste tradicionales que el FMI aplicaba a América latina. Ahora son los países desarrollados los que deben pagarle ese tributo al sector financiero. Corroboramos así que la salvaguarda del sistema financiero está en la razón de ser del FMI y el Banco Central Europeo. Su acción es un claro ejemplo del triunfo de los genes sobre la razón. El futuro dirá si prevalecerá el sector financiero por sobre la política; y cuáles serán las consecuencias de las decisiones que se adopten.

Algunas conclusiones.

Los argumentos políticos y económicos planteados son de una pobreza tan desesperante como lo fue el debate acerca de la desnacionalización de la economía argentina en los noventa, y de las ventajas de la propiedad privada de los servicios públicos a la hora de entregarlos. Esta carencia es peor aún para los pensadores que siempre consideraron a la estructuración política de las sociedades como originaria de Europa, como parámetro y medida del lugar político (allí se inventó, por ejemplo, aquello de la izquierda y la derecha).

Existen, también, similares motivaciones y causas parecidas a las nuestras durante la convertibilidad. En primer lugar, el consenso político se ha logrado en Europa: los gobiernos socialdemócratas aplican las mismas medidas que los conservadores; la única diferencia está en que los socialdemócratas lo hacen con complejo de culpa y los conservadores con satisfacción.

La culminación de la política de cuadros dirigentes –¿diríamos operadores políticos?– parece ser también el fin de la política como espacio de discusión: sólo queda la unanimidad en la decisión de llevar adelante las reformas económicas que ya conocimos en la Argentina, con igual inconciencia o complicidad. La desconexión entre los partidos políticos y los electores aumenta cada vez más, con mayor desconcierto de los dirigentes. Surgen los “indignados”, aún sin organización ni el apoyo de partidos políticos o movimientos sociales importantes.

Desregular, privatizar, retirar al Estado (es decir, perder la política) fueron algunas de las características del modelo argentino de los noventa. De algún modo, estuvimos en la vanguardia de las reformas propuestas en esos tiempos: nadie lo hacía mejor que nosotros, nadie lo hizo tanto. Ahora, ya pasado el vendaval neoliberal por la periferia y en especial por la Argentina, asistimos a la aplicación de esas mismas reformas, con los mismos argumentos, en uno de los polos centrales del mundo. ¿Obtendrán los mismos resultados?

Por una extraña paradoja, también estamos en este momento en una posición ventajosa, tras haber sobrevivido (en qué condiciones) a las reformas “amistosas para los mercados”. Sabemos de qué se trata y lo sufrimos en carne propia.

Con la política del Consenso de Washington nos sumergimos en la mayor crisis económica y social de nuestra historia: empresas públicas liquidadas, recursos naturales enajenados, la mitad de la población bajo la línea de pobreza, la soberanía nacional declinada. Salimos de ella gracias a que aplicamos las políticas opuestas a las que nos recomendaba el Fondo Monetario Internacional. También volvió el debate político para pensar el futuro.

Nunca hubo Estado desertor, como bien lo saben los sectores económicos que viven de las subvenciones para ellos y la represión para los excluidos, sino falta de política. Esta misma falta de política es observable hoy en Europa. Peor aún: las elites están dispuestas a beber la misma poción venenosa que casi nos mata. Ahora ellos quieren adoptar el Consenso de Washington, en lo que puede ser un nuevo rapto, aunque esta vez sea de locura.

Existe además otro hecho de enorme importancia: el FMI quiere aplicar en todos los países deudores un fuerte plan de privatizaciones. Como los planes de ajuste no alcanzan y son lentos, se impone un proceso de privatizaciones, que recaude pronto sumas sustanciales que se aplicarían al pago de la deuda. Con ello se cumple además otro propósito del Consenso de Washington, que consiste en otorgarles más poder económico a los grupos financieros y económicos transnacionales. Quienes se queden con las empresas privatizadas, serán los que detentarán una gran parte del poder económico real en esos países. En el caso griego es interesante señalar que de los 51.000 millones de euros que se espera recaudar hasta el 2015, 7.000 millones corresponden a la venta de empresas públicas, 9.000 millones a concesiones y cesión de derechos y 35.000 millones a ventas de tierras (¿a cuántas islas les habrán echado el ojo?) (cifras del FMI, Cuarta Revisión bajo el Acuerdo Stand-by, julio 4 de 2011). Sin la amenaza de un bloque socialista, sin movimientos políticos populares dispuestos a defender el interés nacional y los derechos de sus ciudadanos, el sector financiero tiene las manos libres para hacer buenos negocios sobre el descuartizamiento del Estado de Bienestar, que en el fondo nunca les gustó. La mesa está servida.

Se cierra así el ciclo tradicional, con un importante agregado. De acuerdo con los usos y costumbres, se socializan las pérdidas y se privatizan las ganancias; de este modo, se transfiere una enorme masa de recursos y de poder económico del Estado a las empresas privadas (en especial a las transnacionales, que tienen el volumen necesario para operaciones de esa magnitud). De tal manera, el sector financiero europeo puede sentarse a esperar tranquilamente que les caiga a sus pies el poder político. Así termina la película. Lo que no sabemos es cómo va a reaccionar el público, o si se va a quemar el cine. (Fuente Veintitres)

Eric Calcagno

InfoAlternativa

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