Si no fuese por la gravedad de
las consecuencias que para la mayoría de la población supone lo que acontece
con la economía europea, quizá cabría esbozar una sonrisa ante el espectáculo
de ingenuidad y/o incompetencia con el que nos regalan un día sin otro los políticos
que gestionan los destinos de la Unión Europea. Ingenuidad porque ante la
voracidad de los mercados piensan que con más sacrificios (de sus ciudadanos)
serán capaces de aplacar a este Moloch contemporáneo; incompetencia porque,
cuando tras cada nueva ofrenda al altar de los especuladores, éstos siguen
exigiendo más y más, ya deberían haberse dado cuenta de que por ese camino no
vamos a ninguna parte. O quizá es que, en algunos casos, en lugar de ingenuidad
o incompetencia, con lo que nos las tengamos que ver sea con altas dosis de
complicidad de individuos, e individuas, que saben quiénes son en estos
momentos los dueños del gallinero y sus gestos sean una manera de hacer puntos
ante los amos. Esos que luego te recolocarán, cuando dejes de ser presidente o
alto cargo, en alguna de sus empresas.
No estamos, desde luego, para
sonrisas. Pues de lo que se trata es de nuestro futuro, en manos de
irresponsables, incapaces o, como decía, cómplices. Una mirada sobre la actual
Unión Europea no provoca más que bochorno, al observar la debilidad política de
la misma. El problema es que esa debilidad política que ahora se manifiesta ha
sido uno de los objetivos constantes de quienes nos han construido así Europa.
HAGAMOS MEMORIA.
Yo diría que ha
habido dos grandes debates sobre Europa desde que España entró a formar parte
de la entonces Comunidad Económica Europea (por lo menos, en aquel entonces,
declaraba sin rubor su vocación, ser una comunidad económica, no política).
Esos dos debates fueron el de Maastricht y el del Tratado de Lisboa, supuesta
constitución de Europa. En ambos casos, los montatanto (PP-PSOE-CIU-PAR-PNV-CC)
se alinearon en defensa de ambos textos. Quienes, desde la izquierda real, se
opusieron a esos acuerdos fueron calificados de antieuropeístas, euroescépticos.
Cosas de la propaganda, convenientemente distribuida por los medios de
comunicación de masas. Las razones de la oposición de esa izquierda se han
mostrado ahora absolutamente acertadas.
Lo que la izquierda real
criticaba en los tratados de Maastricht y Lisboa era, precisamente, que de
ellos salía muy poca Europa, que Europa carecía, con esos textos, de
instrumentos eficaces que la convirtieran en una verdadera entidad política. No
solo no se avanzaba en una unidad política, sino que se obligaba a los
gobiernos a dar independencia a sus bancos centrales y se creaba un Banco
Central Europeo no sujeto a control de ninguna instancia política.
Neoliberalismo puro y duro. Suscrito por todos los partidos socialistas
europeos. De este modo, nos encontramos sin instituciones políticas comunes
capaces de tomar decisiones, de modo que los países poderosos marcan la pauta
de sus intereses, con un espacio sin unificación fiscal, lo que hace que los
capitales se dirijan a las zonas que les ofrecen más beneficios, desatando la
competencia desleal dentro de la propia unión, y con las instituciones
económicas independizadas del poder político.
Es sorprendente que millones de
europeos estemos a expensas de lo que decide Jean Claude Trichet, presidente
del Banco Central Europeo, una poderosa institución ausente de cualquier
control por parte de la ciudadanía. Ni los estados ni los gobiernos, ni esas
entelequias vacías de contenido que son la Comisión Europea
y el Parlamento Europeo, pueden obligar al Banco Central a tomar decisiones.
Las debilísimas instituciones democráticas son meras espectadoras de las
acciones de las instituciones económicas. Al tiempo que los gobiernos de los
países tampoco pueden controlar a los bancos centrales nacionales. Más bien al
contrario, como constatamos en España día tras otro, con las impertinentes
declaraciones, plenas de cinismo y vacías de moralidad, de su presidente,
Miguel Ángel Fernández Ordóñez.
Europa es un nombre vacío de
contenido, al menos de contenido político. Quienes hemos criticado el proceso
de construcción europea desde la izquierda lo hemos hecho considerando que la
unión de Europa debía realizarse desde sólidos cimientos políticos
democráticos, justamente lo contrario de lo que sucede. Esos débiles anclajes
políticos con los que cuenta la unión son los que la exponen al riesgo de que
el huracán de la crisis, gestionado desde los egoísmos nacionales y desde la
incapacidad política, acabe con ella.
La vía de salida de la crisis que
han elegido los gobiernos europeos es la de apaciguar a los mercados con el
sacrificio de su ciudadanía. Menos democracia, pues ganan la partida instancias
no democráticas, y menos política, pues las decisiones quedan supeditadas a los
intereses económicos de los poderosos. Esa vía se está comprobando ineficaz,
además de radicalmente injusta. Una vía que, desde luego, no depende de quien
la gestiona. Ni Rubalcaba ni, desde luego, Rajoy, suponen una solución, sino la
misma medicina en envases diferentes.
Pero hay otra vía, la que se
construye con más política, con más democracia, con control social de las
decisiones económicas. Esa es la vía para construir una Europa de los
ciudadanos, frente a la que el recordado Marcelino Camacho denominaba, con
justa razón, la Europa
de los mercaderes.
Juan Manuel Aragüés
Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza
El Periódico de Aragón
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