El
autor, del consejo de redacción de www.economiacritica.net, repasa las
trampas del proceso de integración europeo para las economías
periféricas y propone una alternativa inspirada en el Plan Keynes.
El 9 de diciembre los jefes de Estado y de Gobierno de los países de la zona euro adoptaron su enésimo acuerdo para intentar salvar la moneda única. Una vez más, confiaron dicha salvación al equilibrio de las cuentas públicas. La obligación de limitar por vía constitucional el déficit, que en verano nuestro Parlamento aprobó sin consulta democrática alguna, fue adoptada como norma común. Esta limitación se ha convertido en una de la claves para asegurar la imposición de las medidas de ajuste estructural a lo largo y lo ancho del continente. La UE no ha hecho sino arrogarse el papel desempeñado por el FMI en África, América Latina y Asia en los ‘80 y ‘90, con lo que las consecuencias del ajuste comienzan a ser las mismas: una perpetuación de la recesión económica y una cada vez más profunda dislocación social.
El 9 de diciembre los jefes de Estado y de Gobierno de los países de la zona euro adoptaron su enésimo acuerdo para intentar salvar la moneda única. Una vez más, confiaron dicha salvación al equilibrio de las cuentas públicas. La obligación de limitar por vía constitucional el déficit, que en verano nuestro Parlamento aprobó sin consulta democrática alguna, fue adoptada como norma común. Esta limitación se ha convertido en una de la claves para asegurar la imposición de las medidas de ajuste estructural a lo largo y lo ancho del continente. La UE no ha hecho sino arrogarse el papel desempeñado por el FMI en África, América Latina y Asia en los ‘80 y ‘90, con lo que las consecuencias del ajuste comienzan a ser las mismas: una perpetuación de la recesión económica y una cada vez más profunda dislocación social.
En realidad, el proceso de integración
europeo ha sido desde su inicio una trampa, tanto para las economías
periféricas de la UE como para el conjunto de las clases trabajadoras de
ésta. Por un lado, la implantación del mercado común generó una
dinámica de competencia interna que ha derivado en una desigual división
del trabajo entre las distintas economías de la Unión, un profundo
desequilibrio comercial entre ellas y una generalizada presión a la baja
sobre los salarios. Antes de la llegada de la crisis, los síntomas de
que dicha dinámica estaba muy lejos de cumplir con la prometida
“convergencia europea”, como el incremento de los déficits comerciales
de los países periféricos, fueron pasados por alto. Una vez llegada
aquélla sus estados se han tenido que enfrentar a esa realidad sin poder
devaluar la moneda para reducirlos y aminorar así la deuda generada, la
cual es mayoritariamente privada –al menos en el caso de la economía
española–. En los mercados financieros se ha dado por hecho que el endeudamiento privado acabará siendo cargado al Estado y por esa razón han subido los tipos de interés a los que compran los títulos de la deuda pública.
Por
otro lado, la adopción de la moneda única tuvo como precondición la
independencia del BCE respecto de cualquier poder democrático y la
subordinación de su acción al control de la inflación. Esto ha impedido
ahora frenar el círculo vicioso de subida de los tipos e incremento de
la deuda, ya que, frente al empeoramiento de la tan manida prima de
riesgo, la prohibición de que el BCE preste a los estados ha
imposibilitado a éstos recurrir a aquél para financiarse. De modo que,
escudándose en la presión de los mercados, los gobiernos han tenido una respuesta única frente a la crisis creada: sucesivos anuncios de medidas de austeridad que han llevado los recortes del gasto público a un grado que parecía imposible
alcanzar. En una economía como la española, en la que la deuda pública
se encuentra en niveles comparativamente muy bajos –61% del PIB frente
al 145% de Grecia o al 83% de Alemania–, el problema original del
endeudamiento de bancos, empresas y familias ha derivado en una amplia
pérdida de servicios públicos y derechos sociales.
En esta
situación, se ha generado un debate entre distintos economistas críticos
europeos y norteamericanos sobre la conveniencia o no de abandonar el
euro para lograr una salida progresista a la crisis. En realidad, tanto
si se apuesta por ese abandono como si se hace por un intento de reforma
de la UE, parece inevitable tener también que pensar en esquemas alternativos de integración,
ya que, incluso en el primer caso, los países que dejasen la moneda
única se verían probablemente abocados a algún tipo de acuerdo entre
ellos. Con el objetivo de cortar la sangría que está suponiendo la
crisis de la deuda, se haría indispensable recuperar el control
democrático sobre el o los bancos centrales y hacer posible la
financiación directa a los Estados por parte de ellos. Sin embargo, para
evitar una regeneración de los desequilibrios internos que originaron
esta situación, sería almismo tiempo necesario desarrollar otro esquema
de relaciones comerciales y financieras.
En este sentido, el Plan Keynes,
la propuesta del economista inglés de mismo nombre para la
reconstrucción de la arquitectura internacional de postguerra,
alternativa a la que finalmente se adoptó en torno al patrón orodólar y
al FMI y el BM, podría suponer una inspiración. Dicho Plan pretendía
crear un sistema monetario, comercial y financiero internacional que
facilitase unas relaciones equilibradas entre economías. Para ello
proponía: uno, la instauración de una moneda internacional que evitase
los privilegios de que una moneda nacional se convirtiese en la de uso
internacional mayoritario; dos, la creación de una cámara internacional
de pagos en la que anotar las exportaciones e importaciones de los
países, cuyos montantes totales serían compensados, unos con otros, cada
cierto período; y, por último, y lo que es más importante, el
establecimiento de mecanismos correctores para que cualquier país cuya
balanza comercial se alejase del equilibrio –no sólo los deficitarios,
sino también los superavitarios–, se viese obligado a volver a él. Para
lograrlo pensaba en gravar con una tarifa el mantenimiento de saldos
comerciales tanto por debajo como por encima de una cuota máxima que se
le asignaría a cada país. Esto implicaba corresponsabilizar a las economías superavitarias en la corrección de las balanzas negativas de las deficitarias, una concepción opuesta a la implícita en las medidas de ajuste estructural exigidas por el FMI y la UE.
Tanto
si este esquema se aplicase a una reforma de la UE, como si se hiciese a
un acuerdo entre varios países fuera del euro, esas medidas se podrían
complementar con la obligación a las economías superavitarias de
utilizar sus saldos excesivos para la financiación de inversiones
productivas –de carácter público o estatal– en las deficitarias. Así se
proyecta hacer en el único proceso de integración en el que, por ahora,
se han intentado aplicar estos principios: la creación en 2009 del
Sistema Unitario de Compensación Regional de Pagos (SUCRE) por parte de
los países de la ALBA. Aunque sería necesario articular adecuadamente la
propuesta, utilizar un mecanismo similar podría tener varios efectos
positivos: primero, convertiría la lógica de la competencia comercial en
la de la complementariedad productiva; segundo, permitiría equilibrar
las relaciones comerciales y financieras entre economías, transformar la
estructura productiva de las periféricas y lograr una convergencia económica real.
Finalmente, además de que tendría que acompañarse de diversas
conquistas laborales y, en último término, de una toma de control
democrático sobre el proceso productivo, ayudaría a eludir el ajuste
como lógica de salida de la crisis.
Ricardo Molero Simarro
Diagonal
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