Pigs es la voz con la que los ingleses designan a los
cerdos, pero es también la voz con la que gente de los países hoy
económicamente fuertes de Europa designan a los económicamente débiles.
En este último caso, si bien PIGS es el acrónimo o suma de iniciales de
Portugal, Irlanda, Grecia y España (en su denominación británica, Spain
), por efecto de la homonimia implica una remisión innegable a esos
animales; a esas cuatro letras hoy añaden otra "i", en alusión a Italia,
atenazada también por la crisis económica.
Sorprende, provoca estupor y duele que en prestigiosos
periódicos europeos, en conversaciones de todos los días e, incluso, en
ambientes universitarios -lo he escuchado en la prestigiosa Sorbonne- se
hable lisa y llanamente de los pigs (cerdos), en alusión a
esas naciones que financieramente atraviesan momentos difíciles. ¿Cómo
es posible que países como Alemania o Francia, que tanto deben a Grecia,
puedan referirse, por ejemplo, a la Hélade con un apelativo que suena
infamante? Es algo grave y también es señal de que ignoran su pasado y,
ciertamente, sus raíces.
En la República de Platón, en el diálogo entre
Glaucón y Sócrates, luego de la descripción de una ciudad ideal regida
por el orden, el hermano del filósofo de la Academia pregunta al
maestro: "Si tuvieras que preparar, Sócrates, una ciudad de cerdos,
¿dispondrías de otros alimentos que los ya citados?". Resulta grosera,
aunque gráfica, la referencia a la hyôn pólis, "ciudad de cerdos", vertida en el citado tratado para aludir, metafóricamente, a ciudades gobernadas por la anarquía.
Respecto de esa imagen, me pregunto si quienes han
ideado tan bochornosa denominación para los países endeudados inventaron
el acrónimo por mero azar o pesaron en sus mentes los años de Gymnasium o de Liceo classico
cuando, quizá, pudieron haber leído el famoso tratado de Platón. Me
inclino por el azar, ya que es el azar el que muchas veces gobierna
nuestros actos, incluso sin que nos percatemos de ello y, en ocasiones,
también contra nuestra voluntad.
Otra circunstancia que considero igualmente oprobiosa
vinculada con la crisis que sacude a Europa es la referida por Antonio
Tabucchi en su artículo "Los sagrados kiwis de Delfos". El novelista,
luego de describir los valores religiosos y simbólicos que el olivo ha
tenido para el helenismo, alude a una circular de la Comunidad Económica
Europea dirigida al Ministerio de Agricultura de Grecia en la que, dado
que el aceite de oliva de la Hélade no resulta "competitivo" en los
mercados frente al producido en España o Italia, sugiere reemplazar las
plantaciones de olivo por las de kiwis ya que, en el concierto de la
economía de Europa, los kiwis resultan más rentables.
¿Qué habrían dicho -o qué dirán- Apolo o Palas Atenea
desde una ribera tres veces milenaria que aún hoy ilumina lo que queda
de la vieja cultura europea?
La economía es importante, quién se atrevería a negarlo, pero no es el único ni el principal de nuestros valores.
La distinción entre países ricos y países endeudados ha
vuelto a establecer un muro como el que antes dividió a Europa, no en
este caso de cemento y alambre de púa, sino hecho de una red tan
invisible como siniestra que aherroja y amenaza con asfixiar a los más
débiles: muro también de silencio y vejación como el que habían logrado
derribar, con lo que asistimos a una virtual fractura de la eurozona.
Librar la suerte de países a los índices y valores que
permiten especular con las mercancías no es un simple problema
coyuntural sino de estructura, que hoy asfixia a tal o cual región pero
que amenaza con volverse endémico. La economía de mercado debe entender
que los ciudadanos no son meras cifras amontonadas sin distinción en los
guarismos de la estadística sino, ante todo, seres humanos.
Ciertamente, se logró abatir el muro que dividía a
Berlín en dos mundos, pero las macrooperaciones bursátiles han vuelto a
segmentar el territorio europeo mediante un tramado anónimo y
despiadado, mucho más sutil que la otra división, donde lo que brilla
por su ausencia es la solidaridad; sin embargo, la falta de solidaridad
no empieza en estos problemas financieros. No olvidemos que Italia y
España, países de emigrantes en momentos de hambre, en los últimos años
no dudaron en ahuyentar a tiros a albaneses que buscaban asilo en una
tierra que los albergara, tal como sucedió en el sur de la península
itálica, o el caso de España que, vigilante de su frontera, impide que
pateras cargadas de magrebíes famélicos alcancen sus costas, con
resultados atroces por todos conocidos.
Aparentemente se trata de anécdotas aisladas -aunque
graves-, pero que se imponen como síntoma del preludio de una nueva
caída. Lo que se está derrumbando no son fronteras siempre movedizas,
límites geográficos o políticos que generan migraciones en busca de un
horizonte mejor, tampoco sistemas económicos o bursátiles, sino algo más
grave: contenidos éticos. Asistimos, pues, más que al ocaso de una
civilización, al ocaso de una cultura. La Gran Guerra, la atroz política
genocida perpetrada por el nazismo, los hechos criminales del
estalinismo denunciados con valentía por Alexander Solzhenitsyn en las
páginas tan crueles como memorables de su Archipiélago Gulag
parecen dar cuenta de una agonía entrópica cuyo desenlace no avizoramos
con claridad pero que, en verdad, no es nada promisorio.
Contrariamente a lo que imaginamos en una primera
apreciación, la cultura, a secas -como sostiene George Steiner-, no
humaniza. Este brillante ensayista señala que "no hay demostración
alguna de que los estudios literarios hagan, efectivamente, más humano a
un hombre. Y algo peor: ciertos indicios señalan lo contrario". Y tiene
razón. Pienso, por ejemplo, en la actitud deleznable de Heidegger, que,
cuando rector en Friburgo, no trepidó en incluir, en la lista de los
profesores que debían ser expulsados de la cátedra en virtud de su
ascendencia judía, a su admirado maestro Edmund Husserl (véase la
entrañable dedicatoria que antes le había consagrado en la primera
edición de Ser y Tiempo ) y, lo que es más grave, nunca tuvo
valor para retractarse. El citado Steiner nos recuerda que oficiales de
las SS, que en campos de exterminio perpetraban crímenes aberrantes,
vueltos a sus hogares -como presos de esquizofrenia- llevaban cálida
vida familiar deleitándose con la lectura de Schiller o Goethe o
ejecutando al piano piezas de Schubert.
Es razonable pensar que la educación y la cultura
suavizan la animalidad que está en la base de nuestra naturaleza (el
hombre es un lobo para el hombre, reza el primitivo adagio latino), pero
esos recursos no son suficientes si la educación y la cultura no
apuntan a la concreción de ideales éticos. La educación y la cultura no
deben ser vistas como mero afeite, sino como motores esenciales
tendientes a la formación de la persona. La ética es la norma que debe
regir nuestro comportamiento tal como enfatiza la filosofía griega
poniendo como ejemplo la figura de Sócrates: este sabio aceptó
serenamente la muerte para no claudicar en sus ideales en defensa de la
ley (recordemos que cuando sus discípulos le propusieron escapar para
evitar una condena injusta a ojos vista, se molestó con ellos ya que su
Norte fue siempre cumplir con el mandato de las leyes).
En momentos en que asistimos al progresivo
debilitamiento y, en cierto modo, desmoronamiento de valores e ideales
que englobamos bajo el rótulo "humanismo europeo" -tales como libertad,
civilidad, solidaridad, educación, respeto-, es preciso estar alerta
ante la grave situación descrita y no cejar un solo instante para evitar
que la noche se tienda sobre el horizonte (las dos guerras mundiales
son ejemplos dolorosos que no deben ser olvidados). La historia es el
teatro de una progresiva humanización en la que, desde época de las
cavernas hasta la fecha, se despliega el denodado esfuerzo del hombre
por llegar a ser digno de su condición.
En el período de entreguerras, Musil y Broch en la
capital austríaca, Kakfa y Rilke en Praga, Svevo en Trieste o Thomas
Mann en Alemania, entre otros notables, advirtieron sobre los desastres
que se avecinaban, pero sus palabras fueron desoídas. Hoy, escritores,
filósofos y pensadores de valía nos alertan sobre la crisis que sacude a
Europa, que es fundamentalmente de valores. Se trata de algo invisible a
ojos profanos, pero que, cercenando libertades, asfixiando economías y
condenando poblaciones a la miseria y al hambre prenuncia un posible
derrumbe: incluso el euro, pretendido símbolo de la unidad de Europa, da
muestras de un debilitamiento progresivo.
La Comunidad Europea es una suerte de organismo
viviente donde todas y cada una de sus partes deben actuar
mancomunadamente; como sucede en todo cuerpo orgánico: si uno de sus
miembros enferma o desfallece, se altera el conjunto. Es preciso asistir
a la parte dañada para que la unidad recobre su salud. Se impone tener
una mirada que abarque a Europa como un todo, ya que sus países no son
segmentos aislados fácilmente reemplazables, sino partes sustanciales de
su ser.
Es necesario tomar decisiones que enderecen un barco
que si no navega de manera adecuada -es decir, solidaria- puede ir a la
deriva no por la fuerza ominosa de un destino ineluctable, sino por la
decisión egoísta y arbitraria de seres que sólo atienden a razones del
mercado. La cuestión no es cuantitativa, sino cualitativa; en ese orden,
la economía debe ser entendida como una ciencia social al servicio del
hombre y no estar el hombre al servicio de aquélla.
Salvar a la Hélade, a Italia y al resto de los países
económicamente débiles es salvar a Europa y, por extensión, a la cultura
occidental que nos engloba. Recordemos el premonitorio y crepuscular
parecer del poeta Georg Trakl: "La muerte, el sueño, la vida/ sin ruido
la barca deriva". La poesía de este trágico visionario relaciona
decadencia y descomposición cuando nos habla del atardecer al que
Heidegger, valiéndose de la etimología de la palabra alemana Abend-Land
"tierra del anochecer", enlaza con la palabra Occidente. Es preciso
abrir los ojos a tiempo para que Europa no vuelva a convertirse "en la
tierra del ocaso". © La Nacion
Hugo Francisco Bauza
La Nación.com
El autor, escritor, es presidente de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires
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