Cuando terminó la segunda guerra mundial, que provocó un
enfrentamiento entre los países de Europa con un coste de vidas y bienes
que destrozó el viejo continente, algunos dirigentes europeos —como
Adenauer, Churchill, De Gasperi—, pensaron que era el momento de buscar
nuevas bases de entendimiento entre las naciones europeas. Y para ello
prefirieron comenzar por el comercio: en los años cincuenta se funda la
Comunidad Europea del Carbón y del Acero entre unos pocos países, que
fue el embrión de los acuerdos más ambiciosos que habrían de seguirle,
como el Tratado de Roma que consagra la Comunidad Económica Europea o
Mercado Común, antecedente inmediato de la actual Unión Europea,
veintisiete naciones que comparten una amplia legislación común y muchas
de ellas la misma moneda.
Cuando los tratados comerciales
iniciales maduraron hacia la actual unión política, muchos pensamos
—ingenuamente— que esto inauguraba un modelo único en el mundo por su
amplitud y contenidos, que podía dar lugar a una Europa confederal que
terminara una vez con rivalidades etnocéntricas y guerras fratricidas y
generara una mayor igualdad social entre los países. Nos equivocamos,
como siempre: el carácter comercial del los orígenes de la Unión ha
vuelto a imponerse sobre las decisiones políticas. O mejor dicho: las
decisiones políticas han adoptado como modelo los intereses comerciales,
subordinando a ellos los objetivos políticos de la Unión.
Pero
con una diferencia con el pasado: si en los comienzos los tratados
comerciales se referían a la economía real, ocupándose de bienes tan
concretos como el carbón y el acero, en la actualidad el protagonismo ha
pasado a abstractas transacciones financieras gestionadas por
especuladores cuyo anonimato los convierte en invulnerables frente a
cualquier legislación y cuyo poder llega a poner y quitar gobiernos y
modificar constituciones, como ha sucedido en nuestro país. Pero lo
realmente grave de esta situación consiste en la sumisión del poder
político frente a estos intereses. Los bancos alemanes y otras entidades
financieras, que han tenido buena parte de responsabilidad en la
crisis, han conseguido que el gobierno de Alemania —entre otros—
represente sus intereses ante la Unión Europea, haciendo cierta la
afirmación de Marx, que consideraba al Estado como representante
político de los intereses del capital.
Esta defensa de la Sra.
Merkel y sus aliados de los intereses de la banca no sería excesivamente
preocupante si no fuera porque la legislación de la Unión Europea les
concede suficiente poder para imponer sus decisiones a los demás países,
y sobre todo para bloquear políticas que hagan posible el crecimiento
que necesitan las naciones más débiles. Resulta sintomático el hecho de
que Grecia, el país del que ha surgido la cultura europea, esté al borde
de la ruina. Está dentro de la lógica del sistema capitalista que los
mercados financieros tengan miras cortas: a un acreedor lo único que le
interesa es que los deudores dispongan de fondos suficientes para saldar
sus deudas en los plazos estipulados. Sería impensable que un
especulador se preocupara por el crecimiento sostenible a largo plazo,
el problema del paro, la sanidad, la educación o la política científica.
Pero que la jefa de gobierno de la nación más poderosa de Europa se
convierta en intérprete de los intereses financieros de sus bancos y sea
capaz de bloquear el crecimiento de muchos países para salvar las
ganancias de una economía improductiva a costa del bienestar de millones
de ciudadanos, constituye un hecho que pone en cuestión el mismo
concepto de la Unión. Sus declaraciones, afirmando que “no habrá
eurobonos mientras yo viva”, se parecen más a una frase pronunciada por
un monarca absoluto que por uno de los veintisiete gobernantes de la
Unión.
El problema de fondo radica en la alternativa entre
política y economía. Aristóteles decía que la finalidad de la política
—inseparable de la ética— se orientaba a “vivir bien” otorgándole por
ello un papel privilegiado entre las ciencias. La economía forma parte,
sin duda, de este bien vivir, en cuanto es la que regula, según su
etimología, “el gobierno de la casa”. Pero para cumplir su función debe
estar subordinada al bienestar general que busca la política. Y supongo
que nadie en su sano juicio puede pensar que la gestión actual de la
actividad financiera tiene como finalidad asegurar el “vivir bien” de la
mayoría de los ciudadanos: los intereses de esos mercados afectan a un
contado número de personas, cuyo poder y riqueza ha ido aumentando a
medida que una economía abstracta, que solo maneja símbolos, ha
desplazado el intercambio de bienes y servicios que constituía su
función original. La política ha acompañado este desplazamiento,
aceptando la prioridad de las finanzas por encima de los intereses
concretos de los ciudadanos: si es necesario estos deben hacer
sacrificios para que cuadren las cuentas de un reducido número de
especuladores.
Esta pérdida de protagonismo de la política ha sido
gestionada por una clase dirigente de vuelo bajo, preocupada por su
futuro inmediato e incapaz de pensar en un proyecto a largo plazo para
Europa y mucho menos para el mundo. Basta recordar nombres como
Churchill, Adenauer, De Gasperi u Olof Palme para advertir el vacío de
talento que predomina hoy entre los dirigentes europeos. Un vacío que
hasta admitió a un personaje como Berlusconi al frente de una de las
naciones más importantes de esta pobre Europa. Es evidente que la
grandeza de esos antiguos políticos no constituye por sí misma una
garantía de acierto en sus decisiones, pero también es evidente que la
mediocridad actual es casi una garantía de fracaso.
Se repite
hasta la saciedad que los problemas de Europa solo se pueden solucionar
con “más Europa”. Sin duda es verdad. Pero para que esta solución sea
eficaz es necesaria una profunda revisión de la legislación europea,
para que sea capaz de dirigir la gestión de las finanzas y no se limite a
complacer a los mercados para ganarse su confianza. No faltan
propuestas concretas de razonables economistas en este sentido: la
creación de una potente banca pública, los impuestos a las transacciones
financieras, una agencia de riesgos europea, la lucha contra los
paraísos fiscales, el control de la evasión impositiva, la emisión
controlada de eurobonos. Algunas de ellas discutibles y difíciles de
aplicar, sin duda, pero que indicarían que la política no está dispuesta
a ser esclava de la economía, y mucho menos de la economía financiera
actual.
¿Qué significa en la actualidad el mantra de “más Europa”?
¿Seguir cediendo competencias nacionales, como la política fiscal, a
los intereses de los bancos y gestores financieros para que sus
inversores vuelvan a confiar en nosotros? Nada sería más deseable que
una Europa unida, a la cual los países que la integran pudieran ceder
sus competencias nacionales en la seguridad de que los objetivos
políticos comunes tienen prioridad sobre los intereses de algunos
especuladores. Y que desapareciera el derecho de los países más
poderosos económicamente a imponer sus decisiones al resto. Aunque nada
justifica actualmente este optimismo, creo que merece la pena seguir
intentándolo.
Filósofo y escritor
Público.es
http://blogs.publico.es/dominiopublico/6724/mas-europa-si-pero-a-que-precio/
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