En los últimos meses se
ha instalado una sensación peculiar sobre la crisis en Europa. A pesar
de los terribles niveles de desempleo, del desplome en la demanda
agregada y de tasas de crecimiento anémicas en los países de la
eurozona, ahora predomina la impresión de que ha entrado en una fase de
recuperación. Tal parecería que el neoliberalismo merece salvarse: sus
recetas frente a la crisis han tenido buen resultado.
Por todos lados aparecen
señalesde que lo peor de la crisis pasó. El indicador más socorrido es la reducción del superávit primario (gasto público sin contar las cargas financieras) en casi todos los países miembros de la zona euro. En el caso de Grecia e Italia hasta se tiene una proyección para 2014 de un superávit primario equivalente a 2.35 por ciento del PIB.
Otro resultado que es exhibido como prueba de la recuperación es el
de la estabilidad de los mercados financieros. Se dice que ésta es el
principal resultado de la decisión del BCE de intervenir en la compra de
bonos en el mercado secundario desde 2011. Pero el indicador que se
considera más robusto es el del crecimiento. Según los pronósticos de la
Comisión Europea los países de la eurozona mostrarán un crecimiento
agregado de 1.1 por ciento en 2014 (después de caer 0.4 por ciento en
2013).
El corolario de este conjunto de
buenosresultados es que las recetas impuestas por la troika (Bruselas, el FMI y el Banco Central Europeo). Es decir, la austeridad y la condicionalidad sí funcionan, como dice Ollie Rehn, comisionado europeo de asuntos económicos y monetarios.
¿Es cierto que la crisis en la eurozona terminó? La respuesta es
negativa. El regreso a tasas de crecimiento anémicas no puede
interpretarse como recuperación. Esos niveles de actividad denotan una
gran fragilidad y no deben disfrazar la delicada situación en la que se
encuentran los bancos europeos. Un crecimiento de 1.1 por ciento no
permitirá revertir la catástrofe social que hoy sufre la eurozona.
En 2014 el desempleo permanecerá en 12.2 por ciento. En Grecia y
España la desocupación alcanza 27.5 y 26 por ciento, respectivamente,
mientras que en Portugal e Italia ese indicador rebasa 16 y 12.5 por
ciento, respectivamente. La magnitud del desastre se aprecia mejor al
considerar el desempleo entre los jóvenes: en Grecia, España e Italia
alcanza 58, 56 y 41 por ciento, respectivamente.
¿Y qué hay de los indicadores sobre deuda? Todos los países que han
aplicado las recetas de austeridad fiscal han experimentado un aumento
espectacular en su deuda como proporción del PIB. Es decir, los países
que lograron reducir su déficit primario sufrieron el incremento de este
coeficiente deuda/PIB. O sea que la austeridad fiscal y la
condicionalidad han servido para agravar el problema de la deuda pública
en la eurozona. El mejor ejemplo es Grecia, que tenía un coeficiente
deuda/PIB de 120 por ciento al iniciarse la crisis y hoy ese coeficiente
rebasa 170 por ciento. El saldo de todo esto es claro: para poder pagar
esa deuda los países de la periferia tendrían que generar un altísimo
superávit primario durante las próximas dos décadas. Eso significa dejar
atrás sus inversiones en materia de salud, educación, vivienda e
infraestructura. En síntesis, la deuda es impagable.
¿Cómo interpretar todo esto? Las políticas de austeridad se
han aplicado en un contexto de gran desendeudamiento del sector privado y
de las familias. La única manera de mantener niveles adecuados de
actividad sería manteniendo un fuerte superávit en la balanza comercial.
El problema es que el resto del mundo no puede funcionarle a Europa
como una especie de demanda agregada sustituta porque la economía
mundial también se encuentra en una situación de gran fragilidad.
La arquitectura de la unión monetaria, marcada por los dogmas del
neoliberalismo, contiene vicios de origen que deberán ser subsanados
para que sobreviva la eurozona. La eurozona no podrá sobrevivir sin
cambios significativos en la arquitectura de los acuerdos que condujeron
a la unión monetaria.
Entre las reformas más urgentes se encuentra la introducción de una
euro-tesorería que permitiera reconectar la política fiscal con la
política monetaria. Esto permitiría financiar la inversión pública de
manera estable, quitarle el poder que hoy tienen las agencias
calificadoras y proporcionar un estímulo a las economías más necesitadas
de la eurozona para comenzar a salir del marasmo en el que se
encuentran. Este tipo de reformas deberían ir acompañadas de un fuerte
impulso a las políticas de redistribución del ingreso para generar mayor
estabilidad en la demanda agregada.
Quizás el cambio más importante es revertir la tendencia a
expropiarle a los pueblos de Europa la capacidad de decidir sobre el
futuro de sus economías. Hoy vemos una situación en la que las
facultades soberanas de los gobiernos europeos en materia económica
están concentradas en organismos que no responden al acuerdo de las
mayorías en un proceso democrático o electoral.
Alejandro Nadal
La Jornada
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