La polémica sobre los símbolos ha terminado por convertirse en una metáfora de la confusión institucionalizada que se ha instalado en la UE. Por un lado, se rechaza incorporarlos a los tratados que –sin embargo– se firman bajo los emblemas que representan a la Unión. Por otro, se reafirma por la mayoría de Estados que siguen siendo, para ellos, los símbolos de la UE. Sin embargo, ambas operaciones son perfectamente inútiles, porque su incorporación a los tratados no es necesaria para que continúen siendo, como hasta ahora, los símbolos de la UE y, por ese motivo, su aparente defensa numantina tampoco resulta procedente.
Esta confusión contribuye a fomentar el desapego de la ciudadanía europea, pero hay motivos más profundos: a pesar del esfuerzo desplegado por algunas instituciones para acercar Europa a la ciudadanía, el permanente intento de instrumentalización de la UE por algunos Estados para adoptar medidas claramente regresivas sigue siendo un lastre muy pesado. En los últimos tiempos hemos tenido ocasión de comprobarlo desde la ya tristemente famosa Directiva Bolkestein hasta la Directiva de retorno, pasando por la –por fortuna fracasada– pretensión de ampliar la semana laboral a 65 horas.
La Europa social sigue retrocediendo y, mientras tanto, a través de la niebla generada por la confusión avanza una visión de Europa que parece haber trastocado todos los símbolos, situando en el lugar de la Oda a la alegría a una Marcha fúnebre, contemplando la celebración del Día de Europa como una jornada de luto y cambiando la divisa “unida en la diversidad” por el lema “divida en la adversidad”. Quizás haya que oponerle las consignas adaptadas del 68 francés: en lugar del “seamos realistas, pidamos lo imposible”, habría que decir “seamos europeístas, pidamos lo imposible”. Pero lo que pedimos no es, en absoluto, imposible. Se trata sólo de caminar en la dirección adecuada y de reforzar lo mejor de la identidad europea: el modelo social que nos diferencia de las otras regiones económicas del mundo. Un modelo que, por cierto, no ha sido nunca una concesión graciosa de los grupos dominantes, sino el resultado de una lucha histórica por la igualdad que se renueva cada día.
Francisco Balaguer Callejón es Catedrático de Derecho Constitucional
Fuente: Público
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