La reforma de la ley de seguridad, impulsada por el Gobierno de Silvio Berlusconi y recientemente aprobada por el Parlamento italiano, introduce una serie de medidas que han despertado todas las alarmas constitucionales, hasta el punto de que algunos expertos juristas hablan de la necesidad de buscar «formas de resistencia constitucional» frente a las posibles violaciones de derechos fundamentales.
La ley no solo limita los derechos fundamentales de los inmigrantes que viven y trabajan legalmente en Italia y criminaliza al inmigrante ilegal como delincuente (se crea el delito de «inmigración y estancia clandestinas»), sino que legaliza las denominadas «patrullas de ciudadanos», creadas para denunciar posibles delitos, situaciones de desorden social o alteraciones del orden público y delatar a sus autores, incluyendo muy especialmente a los sin papeles y a todos aquellos que se ubican en ámbitos de vulnerabilidad social. Esta medida autoriza al ciudadano privado a asimilarse a las fuerzas de policía y legitima, en la práctica, peligrosas tendencias de la gente a tomarse la justicia por su mano. Es decir, que esta ley propicia un claro retroceso en uno de los pilares básicos del Estado de derecho: el del legítimo monopolio del uso de la fuerza.
Medidas legales de este tipo ponen de manifiesto una clara deriva xenófoba y autoritaria en la acción política italiana, que puede tener consecuencias muy negativas en el funcionamiento democrático de las instituciones políticas y trascender sus fronteras. En el fondo, se está produciendo una instrumentalización de las emociones de los ciudadanos. El miedo, el racismo, el odio a los diferentes o el desprecio por el débil y las minorías son utilizados como coartada para buscar el consenso y la legitimidad de políticas populistas que atentan contra la estructura democrática de las sociedades europeas y provocan una falsa división de la ciudadanía en torno a temas básicos que tienen que ver con la dignidad de las personas y sus derechos. Abren, así, un combate cultural, cuyo objetivo es crear alarma social culpabilizando a los inmigrantes de los problemas económicos y de inseguridad que vive la sociedad italiana.
Y, en base a ello, se reclama una especie de poder ilimitado e incontrolado, un poder salvaje, a modo de encarnación de la voluntad popular, en el que se mezclan lo ideológico y los intereses económicos privados en una suerte de pulso de poderes fácticos frente al poder político. La apelación directa al «bienestar general del pueblo» se utiliza como fuente de poder, buscando la aceptación de los ciudadanos. La cuestión está en que las medidas que se han aprobado en Italia pueden tener un efecto bumerán contra los ciudadanos italianos y su «bienestar general», en tanto que toda limitación o retroceso en la defensa y garantía de los derechos humanos, en este caso de los extranjeros, y de la democracia acaba afectando a toda la población y causando conflictos inesperados y duros.
Las medidas contenidas en la ley italiana pueden generalizarse en otros países europeos. Y eso supondría una amenaza a los compromisos de libertad, igualdad y solidaridad del originario espíritu europeísta, y del carácter universal y generalizable de los derechos humanos, reafirmando la regresión mercantilista y nacionalista que se ha ido instalando en el funcionamiento de algunos países de la Unión Europea. En tiempos de crisis, las veleidades populistas, tanto políticas como económicas, afloran con más facilidad y pueden encontrar un seguimiento electoral en una ciudadanía desencantada políticamente, agobiada y resentida económicamente.
¿Cómo se pueden frenar estas tendencias? La izquierda y el pensamiento progresista han de asumir su responsabilidad frente a las mismas. No es suficiente con criticar de forma concreta las sucesivas actuaciones de xenofobia o racismo que se producen en algunos países europeos como casos residuales, ni tampoco sirve calificar de extremistas a sus promotores o mirar para otro lado cuando se aprueban leyes restrictivas con los derechos humanos.
Podemos estar ante una verdadera emergencia constitucional, que requiere un refuerzo de las instituciones democráticas para evitar su utilización o, incluso, su suplantación por parte de algunos partidos o líderes políticos que sirven más a poderes económicos y empresariales que a la ciudadanía.
Es urgente facilitar el ejercicio de los controles constitucionales y reforzar la legitimidad de los poderes públicos. Desde la izquierda se debería enviar un mensaje ético de recuperación de la hegemonía del poder político frente al poder económico y el poder ideológico que en los últimos años ha sido privatizado al servicio de aquél. El poder político, en tanto que poder regulador, no puede estar capturado por el poder regulado mediante redes clientelares y corruptas.Mientras esto sea así, las derivas populistas, tanto en política como en economía, encontrarán un terreno abonado para su desarrollo. El ejemplo paradigmático es lo que se ha consolidado como el berlusconismo en Italia, que debería constituir un claro aviso para navegantes, también para las instituciones de la Unión Europea.
María José Fariñas Dulce, Comité de Apoyo de Attac, El Periódico
Profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.
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