I
El alud de medidas de ajuste y de anuncios de rescate es tan
apabullante que cuando escribo este comentario, a finales de agosto, ya
casi hemos olvidado la brutalidad de las medidas adoptadas por el
gobierno hace mes y medio. Y nos estamos preparando para la nueva
avalancha que llegará a finales de año, calculando que la próxima bomba
de destrucción masiva caerá tras la convocatoria electoral de octubre.
Si alguna imagen me viene a la mente en esta situación es la veraz
descripción que hace Ramiro Pinilla de la defensa republicana de
Vizcaya, donde un ejército de esforzados militantes trataba de resistir
la brutal combinación de bombardeos aéreos y ataques masivos de los
fascistas. Todos sabemos cómo acabó aquello y casi todos pensamos que
nos vamos a tragar los próximos ajustes que dicten Bruselas, la Merkel,
el FMI, el Banco de España o el papa de Roma. Lo que no quiere decir que
la resistencia sea inútil o innecesaria. Simplemente constatar que hoy
por hoy las fuerzas son desiguales.
Creo que hay poco que comentar sobre los efectos sociales de estos
ajustes, los intereses que las imponen, el modelo social al que nos
conducen. Hemos hablado reiteradamente de esta cuestión, mucha gente lo
ha hecho con acierto. Y lo vamos a continuar haciendo, sin duda, en los
próximos meses. Lo que me parece que vale la pena destacar en el momento
actual tiene que ver con los tiempos de la intervención, con las formas
y las orientaciones.
II
El aspecto más relevante al respecto es el de los plazos en los que
se están realizando los rescates. Un seguimiento detallado de la
coyuntura muestra una enorme lentitud en la toma de decisiones y en su
aplicación práctica. La sucesión de cumbres, minicumbres, reuniones de
trabajo, etc. es interminable. Las medidas se anuncian en los titulares,
pero después pasa largo tiempo hasta que se encarnan en acciones
concretas, y en muchos casos quedan en el aire. Podemos pensar que ello
tiene sobre todo que ver con la complejidad institucional de la Unión
Europea. A estas alturas resulta evidente el fracaso estructural de un
modelo que trata de unificar los mercados sin construir una estructura
política adecuada. En un mundo donde las decisiones financieras se toman
a velocidad supersónica un sistema de intervención pública que actúa a
ritmo de tortuga o es simplemente inútil o se convierte en cómplice de
los especuladores.
Pero reducir la cuestión a un problema de mero diseño institucional
resulta a estas alturas ingenuo. Si bien la Unión Europea ha batido
todos los récords de parsimonia en la adopción de decisiones básicas, no
ha sido la única en retardar las reformas, ni en aplicar prácticas de
doble velocidad. En cuanto se ha tratado de sostener al sistema
financiero todo el mundo ha tomado decisiones drásticas, empezando por
las nacionalizaciones masivas de bancos en 2008 y continuando por el
apoyo sostenido a dicho sistema en forma de inyecciones masivas de
crédito a las entidades financieras llevado a cabo por el Banco Central
Europeo. En cambio, la lentitud ha sido máxima a la hora de regular las
instituciones financieras, aun en los casos en que es evidente su
comportamiento criminal. Como se ha desvelado recientemente en el caso
de manipulación de los referentes crediticios Libor y Euribor por parte
de un “pool” de los más selectos bancos del mundo. Los rescates a la
banca han sido rápidos y con exigencias menores; los rescates al sector
público, lentos y con grandes exigencias.
En esto consiste la práctica del rescate asimétrico. Una práctica que
muestra el equilibrio de poder y la ideología de los que realmente
mandan. El ejemplo más reciente lo hemos tenido en España: mientras el
Gobierno inyecta 5.000 millones de euros a Bankia, su banco amigo,
racanea las ayudas a las autonomías y pone con ello en peligro mucho
bienestar y muchos puestos de trabajo.
III
Pero hay más que sesgos e inercias en este desigual tratamiento de
los problemas. En la lentitud al aplicar ayudas a los países o
comunidades en dificultades hay también un elemento de cálculo
estratégico en la tardanza en aplicar ayudas. Se trata, más que de una
terapia de shock, de una política de luz de gas, de ir
acogotando al necesitado, de negarle medidas de emergencia para que al
final acabe aceptando todo el lote de exigencias que se le quieren
imponer. Es una política maquiavélica que cuenta, además, con una buena
colectividad de corifeos que la avalan. Una política en la que el
dogmatismo y la ceguera ideológica se combinan con la defensa de
intereses inconfesables.
En el campo de los dogmáticos están una buena parte de los propagandistas teóricos pro-capitalismo. Cualquier lector atento de El País
ha tenido la oportunidad de leer, en las últimas semanas, infinidad de
artículos de economistas supuestamente respetuosos (varios de ellos
catedráticos en universidades extranjeras, lo que supone un plus de
pedigrí) abogando por la necesidad de mantener alta la exigencia como
única forma para que se realicen las “necesarias reformas
liberalizadoras” que nos llevarán a adoptar el supuesto modelo económico
ortodoxo (inexistente en ningún país real) que nos permitirá salir
prontamente de la crisis y retomar una incomparable senda de bienestar y
crecimiento... Ninguna visión reflexiva sobre el pasado y el presente.
Ninguna revisión del impacto que han tenido estas mismas políticas en
los países donde ya se aplicaron. Ninguna reflexión sobre el crecimiento
de las desigualdades y la pobreza que treinta años de políticas
neoliberales han generado en los países desarrollados. Ninguna reflexión
crítica sobre la evolución de la globalización, el papel de las grandes
corporaciones, la financiarización y la existencia de un sistema
económico mundial donde imperan importantes estructuras de poder
asimétrico. Por supuesto, ninguna reflexión profunda sobre los efectos
perversos del capitalismo de mercado en la gestión ecológica ni sobre
los peligros de seguir replicando el mismo modelo productivo.
Practicantes de una pseudociencia sin visión crítica no dudan en
defender que la mejor autopista al paraíso pasa por aceptar el malestar,
la desigualdad, el empobrecimiento.
Junto a ellos los beneficiarios de los ajustes. Los beneficiarios
económicos, los que ven incrementadas sus rentas, sus posibilidades de
negocio, su poder social, con el desguace de las políticas de bienestar y
de derechos laborales. Y los beneficiarios políticos. Aquellos que
practican la luz de gas como forma de mantener su propio proyecto
político. Como una Merkel que necesita mantener la firmeza frente al Sur
de Europa como parte de su política propagandística xenófoba en su
propio feudo alemán. Como Rajoy, que trata de mantener la asfixia
financiera de las comunidades autónomas (a las que previamente se las
hizo responsables del grueso del gasto público) como medio para reforzar
su visión centralista y españolista de la política.
Estamos en manos de individuos que por dogmatismo, interés, y/o
miopía, están practicando una política de cerco generadora de un
elevadísimo coste social. Que puede generar efectos insospechables, como
la generalización de una nueva recesión planetaria (a algo de ello
apuntan los últimos datos macroeconómicos de medio mundo) o la
incapacidad de hacer frente a nuevos desafíos globales como los del
cambio climático o el pico del petróleo.
Para resistir a esta política de estrangulamiento no basta con la
movilización y la denuncia. Es también necesario reforzar tanto un
conocimiento económico alternativo, teórico y aplicado, como,
especialmente reconstruir planes y formas de intervención que hagan
frente a este desastre. Es tiempo de lucha, de pensamiento y de
política. De otro pensamiento y de una acción colectiva que vaya más
allá del necesario, pero a veces narcisista, ejercicio de la protesta.
Recortar derechos, dividir a las víctimas
No hace falta ser un especialista muy sofisticado en políticas
sociales para percibir que los planes de ajuste representan recortes
brutales a los derechos sociales y generan más pobreza y desigualdades.
Dada la profundidad de los ajustes en marcha, los afectados son millones
de personas. Y por ello podría esperarse una amplia respuesta social de
las víctimas. El que ésta no se produzca, el que los ajustes tengan
poco coste político para quien los decide, es una de las grandes
preguntas que deberíamos saber contestar.
Sin entrar en un análisis más global, vale la pena subrayar que una
parte de esta respuesta limitada tiene que ver con el propio diseño de
muchas de las políticas de ajuste. Éstas se presentan siempre como
medidas de racionalización orientadas no tanto a eliminar derechos
básicos como a actuar contra despilfarros innecesarios y abusos
insoportables. Una forma de presentar los ajustes que hemos podido ver
en las diversas medidas que se han ido tomando. Así, las reformas de
derechos laborales se intentan justificar con el excesivo poder que
tienen los trabajadores fijos frente a los temporales (lo que se supone
que se traduce en aumentos salariales insensatos, reticencias a la
adaptación laboral...). Los recortes a las prestaciones de desempleo se
plantean como una respuesta a la actitud laxa en materia de búsqueda de
empleo por parte de un sector de parados rentistas. Los recortes en la
sanidad se plantean como respuesta al excesivo consumo farmacéutico o a
la presencia de un insoportable turismo sanitario... Los recortes llevan
siempre asociadas medidas de discriminación de beneficiarios
(atendiendo pretendidamente a “circunstancias objetivas”) cuyo control
aumenta a menudo la complejidad administrativa de la gestión.
Y es que estas políticas están diseñadas con un doble objetivo: el de
recortar derechos y gastos y el de dividir a la población en cuanto a
la aceptabilidad de las mismas. Ninguna política social universal es
ajena a la posibilidad de que haya personas que abusen o se aprovechen. Y
siempre es posible detectar fallos en su aplicación. Pero el coste
social de eliminar estos abusos puede ser a menudo mayor que el de
permitirlos. En muchos casos, la denuncia de estos abusos sólo forma
parte de la estrategia de distracción empleada para camuflar el
verdadero carácter antisocial de estas medidas.
Las medidas de racionalización tratan de convertir los conflictos
sociales generales, de clase, en conflictos interpersonales o
intergrupales: entre trabajadores fijos y temporales, personas mayores y
jóvenes, nativos e inmigrantes, usuarios responsables y
despilfarradores, etc. Puede pensarse que se trata de una estrategia
grosera (del estilo de la empleada por la ministra de Empleo al
relacionar a los jóvenes perceptores del subsidio de 400 euros con
familias de altos ingresos), pero en muchos casos resulta mucho más
sofisticada y alcanza gran parte de sus objetivos de trasladar el
conflicto, empantanarlo y obtener la aceptación de suficiente base
social.
De hecho se trata de la aplicación de algo que en la fase de
capitalismo neoliberal ha sido fundamental para erosionar tanto los
servicios públicos como la solidaridad de clase. Las políticas de
recortes selectivos forman parte de una estrategia más amplia de
fragmentación social que se ha jugado tanto en el terreno de las
políticas públicas como en el de la gestión laboral de las empresas. En
ambos espacios se han ido generando múltiples mecanismos de evaluación,
selección, diferenciación, que tienen el efecto de individualizar,
fragmentar, promover la rivalidad entre personas. No se trata sólo de la
existencia de filtros y mecanismos de diferenciación, sino de todo un
aparato “cultural” puesto al servicio de esta diferenciación. Gran parte
de la ideología que subyace en conceptos como “capital humano”,
“carrera profesional”, o “mérito individual” tienen que ver con esta
política de la diferenciación, sobre todo en el plano laboral. Quizás
hasta ahora ha sido menos sofisticada su versión en las políticas
públicas, aunque en todas ellas está presente la construcción cultural
de los buenos y malos merecedores de servicios, de los nacionales y los
extranjeros, de los contribuyentes y los parásitos. Ahora estamos
asistiendo a un reforzamiento de estos discursos prácticas como un
componente esencial de las políticas de recortes.
Invertir estas prácticas exige no sólo denunciar sus efectos
perversos, su peligrosidad social. Exige también construir otro marco de
referencia cultural capaz de combatir las estrategias de la división y
la fragmentación que son consustanciales a la hegemonía social de las
políticas neoliberales.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
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