El tratamiento despiadado por parte del Banco Central Europeo de los
Estados endeudados contrasta con su apoyo a los bancos. Andrew Bowman y
Leigh Phillips analizan cómo los bancos centrales han utilizado la
crisis para asumir un nuevo papel, que va desde apuntalar a banqueros a
derribar gobiernos.
Traducido para Rebelión por Christine Lewis Carroll.
Mientras la Eurozona se balancea al borde del precipicio, continúa la
construcción, en el distrito financiero de Frankfurt, de la nueva sede
del Banco Centro Europeo (BCE). La fecha de terminación está prevista
para 2014 y el rascacielos de 185 metros de altura y diseño futurista
tendrá el doble de espacio para oficinas que el edificio actual del BCE,
el Eurotower. Encarna las expectativas de futuro de la moneda única precisamente para la institución que, sin ella, no tiene futuro.
A
medida que se ha ido desplegando la crisis financiera en los últimos
cinco años, la prensa y el debate político han concentrado su atención
en las acciones de los dirigentes políticos nacionales. Sin embargo, los
funcionarios en la trastienda del banco central han sido muchas veces
unos personajes muy influyentes.
En ninguna parte es esto más
cierto que en el BCE. Los procesos de toma de decisiones en la Unión
Europea (UE) son incapaces de reconciliar los intereses nacionales y
paneuropeos y en ausencia de una política fiscal para la Eurozona, el
BCE ha llenado la brecha.
Todos han recurrido al BCE: primeros
ministros que no saben cómo controlar los intereses sobre los préstamos
en sus países, los bancos que necesitan liquidez durante la prolongada
crisis crediticia y la más escurridiza de todas las entidades, ‘los
mercados’, que buscan ‘una vuelta a la confianza’. Junto con la Reserva
Federal de USA y el Banco de Inglaterra el BCE ha actuado como un
sistema de soporte vital para el inflado sector financiero de occidente.
Los
bancos centrales son las instituciones con más poder político, aunque
no se les inspecciona adecuadamente, del capitalismo contemporáneo. Esto
es porque no se espera que los bancos centrales sean poderosos en
sentido político. El sistema moderno de los bancos centrales se base en
la suposición de que se componen de tecnócratas políticamente neutros,
que sus actividades se limitan fundamentalmente al control de la
inflación de precios mediante mecanismos simples y que, como tal, pueden
operar independientemente de controles políticos formales.
Con
la crisis, se ha roto en pedazos este guión, puesto que los bancos
centrales, en particular el BCE, se han salido de sus papeles convenidos
con el fin de desempeñar varias funciones controvertidas: proveedor de
bienestar indefinido y sin contrapartidas para el sistema bancario; el
árbitro principal en la deuda soberana -con la capacidad de derribar
gobiernos-; y en el caso del BCE el defensor más directo de la
austeridad fiscal democrática. Ha llegado el momento de examinar esta
situación con más detenimiento.
Antecedentes
Desde
el establecimiento de los primeros bancos centrales en el siglo 18 han
tenido siempre una relación tirante con la política. Sus deberes,
métodos e independencia se han renegociado periódicamente: desde el
papel original de ayuda al Estado para conseguir financiación para la
guerra; a un ‘banco de bancos’ independiente durante el patrón oro
previo a 1914; y un siervo del crecimiento estatal y las políticas de
empleo de la posguerra. La crisis de stagflation [cuando se
produce un estancamiento de la economía y el ritmo de la inflación no
cede] de los años 70 y el triunfo político del neoliberalismo acarreó un
enfoque ‘monetarista’ más limitado, donde se atajaba la inflación
mediante el control de la cantidad de dinero disponible y, más tarde,
los tipos de interés a corto plazo.
La independencia formal de
las influencias corruptoras de la política democrática -que se consideró
responsable de la incapacidad de los bancos centrales de controlar la
inflación de los años 70- llegó a ser la meta. El papel histórico como
guardián de la estabilidad financiera fue menos prioritario porque se
suponía que la innovación financiera que sembraba riesgo y los avances
en la ‘ciencia’ de la política monetaria harían menos probables las
crisis financieras.
El BCE soporta estas influencias, pero se le considera más como hijo del Bundesbank alemán.
La estabilidad monetaria es un tema sensible en la historia alemana. La
hiperinflación preparó el camino para la extrema derecha en los años 30
y los éxitos económicos iniciales de Hitler implicaron que se obligase
al Reichsbank a financiar el rearme. Después de la guerra se abolió al Reichsbank, gran parte de la gigantesca deuda alemana se canceló dentro del Plan Marshall y el Bundesbank independiente se estableció para asegurar que nada de esto se repitiera.
El Bundesbank, enemigo de la inflación y que consideraba las políticas fiscales expansionistas como peligrosas, fue parte íntegra del Ordoliberalism [variante alemana del neoliberalismo]. Se declaró responsable del wirtschaftswunder
[prodigio económico] de la Alemania de la posguerra, frustró a
sucesivos cancilleres alemanes y convirtió al marco alemán en la moneda
fuerte de Europa. La política monetaria de todo el continente siguió al Bundesbank con ciclos constantes de ajuste de la moneda.
El
euro se suele representar como un proyecto político de un idealismo
ingenuo o un aparente imperialismo nefario. Sin embargo también nació al
amparo de objetivos menos románticos de política monetaria: para acabar
con la inestabilidad de los tipos de cambio y la especulación con las
divisas; para dar a Alemania una moneda más débil con el fin de impulsar
sus exportaciones; para liberar a Francia de la subordinación al Bundesbank; y para reducir los impedimentos a la inversión.
La
salida del marco alemán no fue fácil para Alemania. A Helmut Kohl se le
atribuye haber dicho a Mitterand durante las discusiones sobre la
moneda única: “El marco alemán es nuestra bandera. Es el fundamento de
la reconstrucción de la posguerra. Es parte esencial de nuestro orgullo
nacional; no tenemos mucho más”.
Para aplacar las preocupaciones, el BCE se localizó en Frankfurt con una estructura de gobierno y atribuciones similares al Bundesbank,
lo que incluía el objetivo primario de estabilidad en los precios. Se
sugirió que la moneda única no funcionaría si la política monetaria
estuviera sometida al regateo entre los distintos gobiernos nacionales.
Por lo tanto, mientras los bancos centrales nacionales implementaban las
operaciones monetarias, el BCE tomaría sus decisiones
independientemente de los gobiernos mediante la combinación de un
consejo de administración de seis personas y los representantes de los
bancos nacionales centrales de la Eurozona. Sus reuniones de toma de
decisiones serían secretas. Su constitución declaraba ilegal que el BCE
siguiera instrucciones de las instituciones de la Comisión Europea o los
gobiernos nacionales o que se financiaran los gastos de los Estados
miembro al comprar sus bonos. En ausencia de una autoridad fiscal de
contrapeso, el BCE se encontraba entre los bancos centrales más
poderosos del mundo y sin rendir cuentas a nadie.
La gestión de la crisis: hacer cumplir las medidas de austeridad.
El
euro no planteó inicialmente ninguno de los problemas que sus
detractores habían vaticinado. La Eurozona participó en la llamada ‘Gran
Moderación’ de la primera década del siglo 21: crecimiento estable,
baja inflación, bajos tipos de interés y una moderada regulación
financiera. La credibilidad de los banqueros centrales subió e igual que
la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra se convirtió en cheerleader de los servicios financieros.
Jean-Claude
Trichet, presidente del BCE en los momentos del auge económico, aseguró
a los dudosos que la integración allanaría los desequilibrios
económicos de la Eurozona y que el capital se trasladaría
automáticamente donde pudiera utilizarse con más eficiencia sin una
redistribución fiscal políticamente controvertida. Las mayores tasas de
crecimiento de Irlanda, Grecia, España y otros en los primeros años del
siglo 21 parecen confirmar esto. Los mayores bancos de inversión
prosperaron al trasladar capital de las naciones del norte de Europa que
arrojaban excedentes presupuestarios -en especial Alemania- para
invertirlo en las burbujas crediticias de la periferia de la Eurozona.
Junto con las burbujas, se ignoraron en gran medida las diferencias
crecientes en los balances de pago, los sueldos y la inflación.
La
arrogancia precrisis de los banqueros centrales se apoyó en la
capacidad de predicción de la economía monetaria que -como la economía
en general- había llegado a ser más esotérica y algebraica. Esto también
reforzó las alegaciones de neutralidad política. Después de la crisis
la fachada se derrumbó.
El BCE respondió a la crisis crediticia
de 2007 con una provisión de liquidez bancaria que continuó en los años
posteriores. A diferencia del Banco de Inglaterra y la Reserva Federal,
no se lanzó a la compra masiva de bonos del Estado -flexibilización
cuantitativa- a causa de su mandato de no financiar gobiernos, ya que
ésta desincentiva la prudencia presupuestaria. El BCE siguió a Angela
Merkel al calificar la flexibilización cuantitativa anglosajona como un
riesgo inflacionista.
La crisis de la deuda de la Eurozona que
empezó en Grecia en mayo de 2010 forzó un cambio de rumbo. El BCE tuvo
que escoger entre (1) meterse en el mercado de bonos y monetizar los
bonos de Estado de la zona periférica con el fin de reducir el coste de
pedir prestado y los riesgos de suspensión de pagos de los bancos que
sostenían la deuda (anatema de los principios del Bundesbank) o (2) contemplar la posible desintegración de la unión monetaria.
Decidió
meterse en el mercado con la compra por valor de 74.000 millones de
euros de deuda pública griega, portuguesa e irlandesa mediante el Securities market programme (SMP)
en el mercado secundario de bonos (la compra de bonos a titulares que
no son los gobiernos). La demanda cayó en picado a consecuencia de los
desastrosos programas de austeridad y los llamamientos a la acción por
parte del BCE han sido implacables. Cuando el programa SMP se detuvo en
marzo de 2011, los rendimientos de los bonos volvieron a subir. Cuando
la crisis llegó a España e Italia y el mecanismo europeo de estabilidad
financiera (el fondo de rescate temporal de la UE) se mostró inadecuado,
el BCE volvió a intervenir y compró en el verano de 2011 deuda soberana
con problemas por valor de 210.000 millones de euros al ritmo de
aproximadamente 14.000 millones a la semana.
Sin embargo, el BCE
ha utilizado su poder selectivamente; Merkel lo atacó por ser demasiado
indulgente mientras Sarkozy y Cameron (éste imploró que el BCE usara la
“gran bazuca”) lo hicieron justo por lo contrario. Las peleas sobre el
tamaño del SMP crearon discordia dentro del BCE, lo que provocó la
dimisión del economista jefe alemán del BCE, Jürgen Stark, y Axel Weber
del Bundesbank.
Para los pueblos de los países de la
periferia de la Eurozona, las acciones del BCE han tenido su precio: la
austeridad. Al BCE se le conoce por su alergia a cualquier insinuación
de interferencia política en sus asuntos. Pero Frankfurt no tiene
inhibiciones cuando se trata de los asuntos de los gobiernos
democráticamente elegidos en los que interviene habitualmente. El
presidente actual del BCE, Mario Draghi, sigue a su antecesor al
reiterar la falacia de que el gasto irresponsable de los gobiernos ha
causado la crisis -un análisis que los exonera convenientemente de sus
propias deficiencias- y hace hincapié en el mensaje de cómo hay que
tratar a los receptores de rescates.
La mayoría de los ciudadanos
de los ‘países del SMP’ -que quiere decir que han perdido soberanía a
cambio de los rescates- estará familiarizada ya con la temida llegada
trimestral de los inspectores de la Troika (los controladores de la
austeridad y los ajustes estructurales procedentes de la Comisión
Europea, el Fondo Monetario Internacional y el BCE). Después de
contemplar esta rendición humillante y casi completa de la soberanía
fiscal, el primer ministro portugués, José Sócrates, y más recientemente
su homólogo español, Mariano Rajoy, negó la posibilidad de sufrir una
indignidad similar. Un golpe de estado financiero perpetrado por el BCE
metió en vereda a Sócrates.
“He visto lo que pasó a Grecia e
Irlanda y no quiero que ocurra lo mismo en mi país. Portugal se las
arreglará solo; no será necesario un rescate”, afirmó. Pocos días
después de sucumbir en abril del año pasado, se supo que el jefe del BCE
había impuesto su voluntad al quitar el tapón al Estado. Cuando los
bancos portugueses anunciaron que ya no comprarían bonos si Lisboa no
pedía el rescate, Sócrates no tuvo más remedio que solicitar una cuerda
de salvamento externa. Más tarde esa semana el jefe de la asociación de
la banca de Portugal, Antonio de Sousa, dijo que había recibido
“instrucciones precisas” del BCE y del Banco de Portugal de cerrar el
grifo. Hasta los cínicos más curtidos en Lisboa y Bruselas se asombraron
y declararon en privado que el BCE había cruzado la línea.
En
agosto del año pasado el BCE se apresuró a rescatar a Italia y España
mediante la compra masiva de bonos cuando los niveles de rendimiento de
éstos se estaban acercando a los de Grecia e Irlanda y estos países
solicitaron ayuda a los prestamistas internacionales. Una carta secreta
del jefe del BCE en aquel momento, Jean-Claude Trichet, y su sucesor
Mario Draghi, cuyo contenido divulgó el diario italiano Corriere della serra, esbozó
lo que querían a cambio de esta ayuda: todavía más austeridad y la
desregulación del mercado laboral. La carta indicaba con exactitud al
gobierno italiano qué medidas tenía que implantar, cuándo y con qué
mecanismos legislativos. El BCE, no elegido y que tampoco rinde cuentas a
nadie, dirigía ahora la política fiscal y laboral de Italia. En
secreto. Hasta Silvio Berlusconi dijo en aquel momento “parecemos un
gobierno ocupado”.
Cuando el primer ministro griego, Geórgios
Papandréou, anunció en octubre del año pasado que iba a celebrar un
referéndum sobre el segundo rescate y mayor austeridad, a los mercados
les dio un ataque de nervios. El 2 de noviembre el grupo de Frankfurt
-un octeto autoescogido, no elegido y que se creó en octubre del año
pasado, se dice durante la fiesta de despedida de Jean-Claude Trichet-
lo llamaron al orden.
El grupo de Frankfurt constaba en aquel
momento de la jefa del FMI, Christine Lagarde; la canciller alemana,
Angela Merkel; el presidente francés Nicolas Sarkozy; el recién
instalado jefe del BCE, Mario Draghi; el presidente de la Comisión
Europea, José Manuel Durao Barroso; el presidente del Eurogrupo (el
grupo de Estados que utilizan el euro), Jean-Claude Juncker; el
presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy; y el comisionado de
la Unión Europea, Olli Rehn. Decidieron que ya habían visto suficiente
de Papandréou, incapaz de implementar los recortes y la desregulación
que exigían.
Unos días más tarde, Papandréou suspendió el
referéndum y dimitió. Fue sustituido por el tecnócrata no elegido, Lucas
Papademos, anterior vicepresidente del BCE y negociador del primer
rescate griego. La Troika había dado un paso más que la maniobra que
forzó al dirigente portugués a pedir un rescate en contra de su
voluntad; por primera vez se había derrocado a un gobierno, suspendido
la democracia griega e instalado un gobierno propio. Días más tarde se
hizo lo mismo en Italia.
Si el derrocamiento del primer ministro
griego fue más una consecuencia de la intervención del politburó europeo
-con el BCE en el centro-, la mayoría de analistas tiene claro que el
derrocamiento de Berlusconi, intocable incluso después de 18 años de
juicios, fiestas bunga-bunga y escándalos de corrupción, fue obra
directa del BCE. A medida que el rendimiento de los bonos se acercaba
al 6,5% -la zona de peligro en que Atenas, Dublín y Lisboa habían
solicitado que se les rescatara-, se informaba ampliamente de que Draghi
presionaba a Berlusconi para que dimitiera. Esto se hizo patente porque
la compra de bonos italianos por parte del BCE fue muy limitada. Esta
arma del mercado de bonos a disposición de Frankfurt fue mucho mayor que
cualquier presión procedente del partido de Berlusconi o la oposición.
El
derrocamiento de dos primeros ministros en sólo una semana sirvió de
aviso musculoso y sin ambigüedad a otros gobiernos de que el BCE es el
que quita y pone. Cuando el primer ministro español, Mariano Rajoy, se
resistía a pedir un rescate, consciente de que entregaba la soberanía de
su país, se presionó a Madrid para que capitulara. El BCE lo animó
públicamente a no demorar la petición de rescate al recordarlo
cortésmente el papel que el BCE había desempeñado en echar a Berlusconi.
Las propuestas hechas el 25 de junio de ir hacia una ‘unión
política’ de la UE por parte del cuarteto autoelegido de los presidentes
del Consejo Europeo, de la Comisión Europea, del Eurogrupo y del BCE
van mucho más allá de la revisión centralizada de la Unión Europea de
los presupuestos nacionales y las multas aprobadas el año pasado y hacia
un fondo de soberanía sin supervisión democrática. Se le otorgaría a
Bruselas el poder de reescribir los presupuestos nacionales y si un país
necesitase aumentar el volumen de sus préstamos, tendría que pedir
permiso a los demás gobiernos de la Eurozona. Esto está en línea con la
visión de la unión política que el ex jefe del BCE, Jean-Claude Trichet,
esbozó en junio del año pasado cuando todavía estaba en funciones; es
decir, un veto centralizado de los presupuestos nacionales esgrimido
conjuntamente por la Comisión y el Consejo ‘en asociación con’ el BCE,
donde los gobiernos que gastan demasiado se declararían en suspensión de
pagos.
La visión del BCE, expuesta en varias ocasiones por
Trichet y su sucesor, se describió como un ‘salto enorme’. Tiene dos
características: por un lado un programa liberalizador radical de
desregulación del mercado laboral, la reestructuración de las pensiones y
la deflación de los sueldos y por otro lado la transferencia del
control de la política fiscal por parte de los parlamentos a manos de
‘expertos’, que a largo plazo significará un ministerio de finanzas de
la UE, de la misma manera que la política monetaria se ha retirado de
las cámaras democráticas para colocarla en manos de Frankfurt.
Los analistas ortodoxos muestran bastante simpatía por los objetivos del banco central. Jacob Funk Kirkegaard del Peterson Institute,
el grupo de expertos económicos de Washington, ha escrito “el BCE se
halla dentro de un juego estratégico con los gobiernos democráticos de
Europa”, una estrategia excesivamente política “orientada a conseguir
que los diseñadores de políticas recalcitrantes de la Eurozona hagan
cosas que de otra manera no harían”. El banco “contempla el diseño de
las instituciones políticas que gobernarán la Eurozona durante décadas”.
Para Kirkegaard y otros observadores veteranos del BCE, el principal
objetivo no es en último término España o Italia, sino Francia,
históricamente resistente a una reglamentación fiscal más vinculante de
la Eurozona, considerada una vulneración radical de su soberanía. Al
hacer poco frente a los ataques del mercado sobre España e Italia,
Frankfurt advierte a París y a su nuevo presidente de que no tiene más
remedio que acceder a su visión de la gobernanza fiscal tecnócrata.
Welfarism* de los bancos
El
tratamiento despiadado por parte del BCE de los Estados soberanos
endeudados contrasta con su apoyo a los bancos. La gran cantidad de
liquidez proporcionada a los bancos desde el inicio de la crisis ha
empequeñecido su apoyo a la deuda soberana.
La crisis de la deuda
soberana en realidad ha sido siempre una continuación de la crisis
bancaria de 2008. En ausencia de reformas serias, los bancos han
permanecido frágiles, sobreapalancados y altamente interconectados entre
fronteras. Las suspensiones de pagos soberanas significarían el
desastre para muchos de los principales bancos de las economías más
importantes de la Eurozona -sin hablar del Reino Unido- que, escasos de
oportunidades seguras de inversión AAA y provistos de nueva liquidez
procedente de los programas de apoyo de sus bancos centrales, miraron
hacia el sur en 2008 y 2009 para invertir en deuda soberana periférica.
Los rescates de estos Estados fueron rescates de los bancos también.
Además
del riesgo de suspensión de pagos, la crisis de la deuda soberana
plantea problemas adicionales para los bancos. La mayoría depende
fuertemente de pedir prestado a corto plazo en los mercados monetarios
interbancarios en los que deben comprometer activos como colaterales
para recibir un préstamo. Cuando un prestamista ha recibido este
producto colateral de un prestatario, lo puede usar también como
colateral de sus propios préstamos y así acumular una cadena de deuda en
un proceso que se conoce como ‘rehipotecación’.
Antes de la
crisis, los valores respaldados por activos AAA, ahora tristemente
célebres, fueron importantes por su uso en los préstamos
‘colateralizados’. Pero cuando se cuestionó su valor y su valoración
cayó, ya no eran aptos (un factor principal de la causa de la crisis
crediticia). Los bonos del Estado se aceptan generalmente como un activo
colateral seguro para utilizar como préstamo, pero la crisis de la
deuda y las degradaciones de la deuda periférica efectuadas por las
agencias de calificación han hecho que gran parte de los bonos del
Estado no sea idónea, exacerbando los problemas de liquidez.
El
BCE ha intervenido para apoyar el sector bancario al facilitar
continuamente balsas de préstamos baratos para, en la práctica, mantener
vivos a los bancos zombis. Desde 2007 los préstamos del BCE a las
instituciones de crédito de la Eurozona han triplicado desde
aproximadamente 400.000 millones de euros a más de 1.200.000 millones de
euros. El balance del BCE se ha incrementado desde aproximadamente el
15% a más del 30% del PIB de la Eurozona.
Como continúa aceptando
los activos colaterales ‘no negociables’, el BCE permite a los bancos
cambiar sus malas inversiones de los años buenos por dinero de mejor
calidad: el de la reserva del banco central.
Estas acciones
empezaron con el comienzo de la crisis crediticia de agosto de 2007
cuando el BCE inyectó rápidamente 95.000 millones de euros de liquidez
automática a los bancos con problemas de la Eurozona. Esto continuó en
años sucesivos, pero la intervención más dramática tuvo lugar en
diciembre de 2011 con ocasión de una operación de refinanciación a largo
plazo (LTRO por sus siglas en inglés), un término árido para una acción
sin precedentes.
Como se temía que el sistema bancario de la
Eurozona estaba al borde de un colapso estilo Lehman, el BCE proporcionó
al sistema bancario un suministro ilimitado de préstamos
‘colateralizados’ a tres años a un interés del 1% al sistema bancario el
21 de diciembre de 2011 y otra vez el 28 de febrero de 2012. En total
la cantidad era aproximadamente de un billón de euros. Los beneficiarios
fueron los principales bancos de la Eurozona y también del Reino Unido.
Dado que los bancos utilizaron sus activos malos como colaterales, esto
casi representó dinero gratis.
El objetivo declarado de la LTRO
era que los bancos volvieran a prestar a la ‘economía real’. Sin
embargo, hay poca evidencia de que esto ocurriera. Analistas del banco
ING estimaron que de los 489.000 millones de euros prestados en la LTRO
de diciembre de 2011, sólo 50.000 millones de euros volvieron a la
economía.
Uno de los resultados de todo este apoyo ha sido el uso
de los préstamos fácilmente accesibles del BCE para emprender
operaciones de carry trade -pedir prestado dinero a bajo interés y
prestar a interés mayor- con los gobiernos de la Eurozona. Como el BCE
no puede prestar directamente a los gobiernos, presta más barato a los
bancos que a su vez prestan a gobiernos y reciben mayores tipos de
interés a cambio. Se dice que los bancos españoles, por ejemplo, han
comprado 83.000 millones de euros en bonos del Estado español desde
diciembre. Esto es más que una manera fácil de hacer dinero: intensifica
la relación entre los bancos comerciales y el Estado, de forma que cada
uno no pueda sobrevivir sin el otro.
Como consecuencia de este
apoyo a los bancos, el BCE está ahora en posesión de una gran cartera de
cientos de miles de millones de euros de activos bancarios arriesgados.
Esto va mucho más allá de hacer de ‘prestamista de último recurso’ al
sistema bancario -lo que se espera tradicionalmente de los bancos
centrales- y representa una transferencia masiva de riesgo desde las
áreas privadas a la públicas. El valor de estos activos, muchos de los
cuales están vinculados a los mercados inmobiliarios hiperinflados,
permanece muy incierto.
El desenlace para los bancos centrales no
está claro. Algunos economistas argumentan que no pueden volverse
insolventes porque imprimen dinero; otros temen que esto crearía una
pérdida de confianza en la moneda y que se requeriría una
recapitalización cara (y políticamente explosiva) del BCE de mano de los
gobiernos de la Eurozona.
Las operaciones de apoyo al sector
financiero por parte de los bancos centrales se han retratado como
medidas técnicas para mantener en movimiento el sistema de crédito. Pero
su mismo tamaño plantea una pregunta política: ¿por qué mantiene una
institución política una industria bancaria tan grande, tan frágil y con
una contribución social tan dudosa?
Hay cada vez más personas
que opinan que el sistema bancario es simplemente demasiado grande y
complejo y que la única solución razonable es encoger y simplificarlo
con el fin de devolver a la banca su función de servicio público. Pero
la necesidad de mantener el régimen de bienestar del sector financiero
hace que a los bancos centrales no les interesa discutir estas reformas
más radicales y conserva con eficacia el sistema en su estado actual.
E
igual que el peor estereotipo de dependencia del estado de bienestar
inventado por la prensa derechista, los receptores del régimen de
bienestar bancario -como demuestra su gestión del escándalo del banco Libor-
muestran una falta de preocupación por el bien común y una falta de
voluntad de cambiar sus métodos. En comparación con la austeridad que
castiga la periferia de la Eurozona o la reestructuración del sector
público en el Reino Unido, las reformas bancarias han sido livianas.
¿Y
qué hay del futuro de los bancos centrales? Tanto al Banco de
Inglaterra y ahora parece que al BCE se les dará responsabilidades
adicionales en la regulación bancaria. Si se sigue el patrón, los
gobiernos trasladarán la responsabilidad de las decisiones económicas
fuera del control democrático. El hecho de que los bancos centrales se
hagan cargo de los activos malos de los bancos comerciales suscita la
pregunta de si llegarán a ser responsables de rebajar su valor al
utilizar su capacidad ilimitada de crear dinero como agente para la
cancelación de la deuda. Frente a la turbulencia financiera y los
probables cambios económicos futuros, la independencia del banco central
parece insostenible.
Esta independencia se basó en tres
factores: la competencia técnica, la neutralidad política y una
limitación estricta de funciones. En el caso del BCE y otros grandes
bancos centrales, estas tres condiciones se han pisoteado. En el Reino
Unido, a medida de que la connivencia en la manipulación del banco Libor
entre el Banco de Inglaterra y los principales bancos comerciales se
hace evidente, es buen momento de volver a poner la democratización de
los bancos en la agenda.
* Evaluación de las acciones, políticas o leyes de acuerdo con sus consecuencias.
Este
artículo se desarrolla dentro de un proyecto de investigación
denominado ‘¿Capitalismo liderado por los bancos centrales?’ que se está
llevando a cabo en la Universidad de Manchester sobre los cambios
socioculturales. Se puede conseguir documentos sin coste en
www.cresc.ac.uk.
Leigh Phillips escribe habitualmente para
Red Pepper y fue anteriormente corresponsal para Europa de Red Pepper
desde Bruselas. Andrew Bowman investiga sobre cambios socioculturales en
la Universidad de Manchester y es editor de Red Pepper y Manchester Mule.
Rebelión