¿Creíamos que lo habíamos visto y oído
todo, que estábamos curados de espanto? Pues no, todavía hay margen para
la sorpresa: La Unión Europea (UE) ha recibido el Premio Nobel de la
Paz. Es posible que con este galardón se haya pretendido contrarrestar
el continuo y creciente desapego de la población hacia las instituciones
comunitarias. Pero, cualquiera que haya sido su propósito, ¿qué méritos
acredita la UE para hacerse merecedora de este premio, con esta carga
simbólica?
En mi opinión, el término “Paz” se
convierte en un recurso retórico y vacío de significado si, al mismo
tiempo que se proclama (y se reparten medallas), se están degradando las
condiciones de vida de buena parte de la población. Y esto es
justamente lo que está sucediendo en la UE, con mayor o menor
intensidad, dependiendo de los países. Y no vale como excusa que los
mercados, como si fueran un “objeto volante no identificado”, impusieran
sus lógicas, sus exigencias o su racionalidad a unas instituciones, las
comunitarias, que conservarían en su código genético su vocación
redistributiva de antaño y, por lo tanto, su pretensión de impulsar la
cohesión social. ¿Los mercados habrían capturado las instituciones? No,
lo cierto es que los intereses de unos y otras se funden y se confunden
configurando un magma de intereses indisociable.
Sólo así cabe explicar las políticas
implementadas desde Bruselas y que suponen un ataque inédito, sin
límites, sin tregua a las políticas de bienestar social: drásticos
recortes del gasto público en educación y salud, reducción del subsidio
en concepto de desempleo y de los recursos canalizados hacia otras
prestaciones sociales, alargamiento de la edad de jubilación y pérdida
de capacidad adquisitiva de las pensiones, merma de los salarios de los
trabajadores… y así una larga lista de tijeretazos que apuntan en la
misma dirección.
Y todo ello en nombre de la
“austeridad”, necesaria, nos dicen, para salir de la crisis. Más bien,
las falacias y las mentiras de la austeridad. No caben otros apelativos
cuando, transcurridos cinco años desde que estallara la crisis, la
situación no ha dejado de empeorar. No sólo ha pasado el tiempo sin que
los resultados esperados por los gobiernos se hayan materializado, sino
que en ese tiempo se ha encauzado una gran cantidad de recursos públicos
en apoyo de los grandes bancos; sí, de aquéllos que están en el origen
mismo de la crisis, sin exigencias, sin contrapartidas.
Además de esta sangrante paradoja, las
instituciones comunitarias y la mayor parte de los gobiernos europeos
mantienen, imperturbables, con más vehemencia si cabe, el mantra de “más
esfuerzo, más restricciones”; proclama que se escapa a la lógica de la
razón y del razonamiento económico, y que sólo podemos entender, que no
justificar, si consideramos los intereses y, por qué no decirlo, los
negocios en juego.
En estos años de sufrimiento y
frustración para buena parte de la población la polarización social y la
concentración de la renta y la riqueza no han dejado de aumentar. No
todos pierden con la crisis; atención: no estoy diciendo que no todos
pierden en idéntica proporción, sino que algunos grupos están cosechando
grandes beneficios, no sólo en términos económicos sino también
políticos. De hecho, esta crisis ha abierto para las élites económicas y
sociales un escenario de oportunidades apenas imaginado o incluso
soñado hace unos pocos años.
Es dudoso que las muy mal denominadas
políticas de austeridad consigan la meta que, al menos en apariencia,
las justifican: la recuperación del crecimiento. Pero es seguro que
están facilitando la consecución de otros objetivos que, claro está, no
se formulan de manera explícita, quedan diluidos y convenientemente
ocultos en una retórica tan vacía y engañosa como eficaz: “todos tenemos
que arrimar el hombro”.
Pero, más allá de esa retórica, lo
cierto es que las grandes corporaciones se han apoderado de mercados y
recursos “liberados” por las empresas más afectadas por la recesión; los
grandes bancos han recibido enormes cantidades de dinero procedente de
las arcas públicas y del Banco Central Europeo; las remuneraciones de
los equipos directivos y de los grandes accionistas, monetarias y en
especie, han continuado creciendo sin control alguno y, por supuesto,
sin que se hayan visto contaminadas por las llamadas a la austeridad;
la fiscalidad sobre el capital, los beneficios y los patrimonios
continúan disfrutando o incluso han reforzado su estatus privilegiado; y
el espacio europeo –las instituciones y las políticas- están cada vez
más al servicio de los países ricos, sobre todo de Alemania, de los
lobbies empresariales y financieras, de la burocracia comunitaria y de
las agencias monetarias y financieras internacionales.
Podemos mirar en otra dirección, podemos
ensalzar una Europa social y redistributiva que sólo existe en la
cabeza de algunos europeístas de salón. Pero esta Europa, la que
realmente existe, está practicando una violencia continua y creciente
contra los trabajadores. Conceder a la UE el Nobel de la Paz, además de
un sinsentido y de un gesto de cinismo, es un paso más, y me temo que no
será el último, hacía el descrédito, ya muy profundo, de las
instituciones comunitarias.
Fernando Luengo
EconoNuestra
No hay comentarios:
Publicar un comentario