I
De nuevo volvemos a estar en el precipicio. Más bien, agarrándonos a
los últimos salientes para evitar la caída definitiva. Y de nuevo es el
sector financiero el principal origen de las mayores preocupaciones.
Desde el crash de Lehman Brothers hemos asistido al hundimiento sucesivo
de economías nacionales y a la intervención pública masiva en los
mercados financieros. Ni las economías más afectadas esgrimen síntomas
de mejoría, ni los problemas del sector financiero han desaparecido. Las
tensiones en los mercados financieros han sido continuas y a estas
alturas resulta evidente que lo de salvar a los bancos para dar liquidez
a la economía real era un cuento bastante parecido al de la lechera. A
pesar de las masivas inyecciones de capital que en muchos países se
realizaron a los grandes bancos los problemas del sistema bancario no se
han solucionado. Sólo se ha podido retornar un 20% de las ayudas
recibidas (nada que ver con el rescate de los bancos suecos a principios
de los noventa) y el rosario de bancos que han vuelto a presentar
problemas graves (Dexia, JP Morgan, Barclays...) va creciendo cada
semana. El fracaso de las sucesivas evaluaciones y tests de estrés
practicados a la banca europea es una buena muestra de la capacidad de
las instituciones financieras para eludir controles serios, o de la
dificultad de realizar una evaluación sensata de riesgos en el
enmarañado mundo de las finanzas.
El caso de la banca española es paradigmático. Considerada al
principio de la crisis como una de las más sólidas del mundo (porque en
la anterior crisis bancaria —la de los setenta— se habían introducido
una serie de medidas cautelares), en poco tiempo ha derretido su
prestigio y ha pasado a convertirse en conjunto en una “banca-basura”.
Alguien debería explicar por qué han fracasado estrepitosamente los
controles del Banco de España, las sucesivas evaluaciones de riesgos,
las variadas reformas bancarias. Una sarta de intervenciones que al poco
tiempo se han mostrado ineficaces o erróneas. No hay ninguna garantía
que la última evaluación que sitúa el agujero de la banca española en
62.000 millones de euros vaya a ser la definitiva, puesto que los bien
pagados evaluadores se han limitado a realizar un informe a partir de
los datos previos que les ha suministrado el propio Banco de España. Sin
contar la poca credibilidad que puede tener una consultora como Oliver
Wyman, que anteriormente había calificado al irlandés Allied Irish Bank
como el mejor banco del mundo, pocos meses antes de conocerse su
situación de verdadera ruina.
El sistema financiero se ha convertido en un verdadero sumidero de
recursos y un atractor fatal para las cuentas públicas y el
endeudamiento de muchos gobiernos. Y se ha convertido en un verdadero
peligro sistémico para la economía mundial. Un sumidero que es el
producto de la extrema libertad de acción que las políticas neoliberales
han permitido a las entidades financieras, a la ingente capacidad de
creación de activos financieros que posibilitan la opacidad, la
especulación, la dificultad de control de los movimientos fiscales. Unas
políticas legitimadas por cientos de economistas empleados en la
academia y las grandes instituciones que han contribuido a crear el
marco analítico que las ha permitido y que han servido también como
parachoques frente a los que han defendido la necesidad de una
regulación en serio. Destaca la rapidez con la que los gobiernos se han
aplicado a llevar a cabo reformas laborales, recortes de derechos
sociales o ayudas masivas a los bancos, frente a la lentitud —por
decirlo suavement— de la reforma en profundidad del sistema financiero.
Ahí sólo se han aplicado reformas marginales. Ni siquiera se ha sido
eficaz en controlar los disparatados emolumentos autoadjudicados por los
grandes directivos del sector. Una reforma radical del sistema
financiero no es la panacea a todos los problemas de la economía
mundial, pero sí una de las cuestiones básicas a abordar para evitar que
el sector siga devorando recursos generando riesgos masivos. Podemos
empezar exigiendo que la banca nacionalizada e inevitablemente
“rescatada” a cuenta del erario público sea reformada como una verdadera
banca pública y por tanto sirva, cuanto menos, para generar un
contrapunto en espera de una reforma radical de todo el sistema
financiero.
II
La Unión Europea ya se ha ganado a pulso pasar a los futuros libros
de historia económica como el peor ejemplo de gestión de la crisis.
Estaba claro, y se denunció en su día, que el actual diseño del Banco
Central Europeo y el Euro iban a pasar un serio examen cuando se
produjera una recesión. No sólo se han consumado aquellos temores sino
que la inconsciencia con la que se ha actuado ha superado todos los
niveles esperados.
El origen del problema es la existencia de un espacio económico donde
persisten enormes desigualdades de estructura productiva. Desigualdades
que la propia integración ha agravado al propiciar una reestructuración
de las actividades productivas y al contar con un euro sobrevalorado
que ha empeorado las condiciones en que deben operar los sectores
exportadores de las economías más débiles. En este contexto los
territorios más desfavorecidos tienden a experimentar déficits
comerciales, y por tanto endeudamiento a medio y largo plazo. La única
posibilidad de hacer viable una economía de este tipo es generando
mecanismos de redistribución de la renta entre territorios que permitan
financiar su exceso de importaciones frente al resto. Esto es lo que
ocurre en el interior de muchos estados: las regiones empobrecidas
cuentan con las transferencias de las más ricas. Al no existir este
mecanismo en la Unión Europea es inevitable que algunos países acaben
con un elevado endeudamiento, como es el caso de Grecia.
Esta situación estructural está agravada por el diseño de la política
monetaria. Donde al Banco Central Europeo se le encomendó la única
tarea de mantener a raya la inflación, no en cambio actuar de
prestamista de los Gobiernos, con lo que éstos no pueden acudir a un
mecanismo relativamente barato de financiación cuando surgen los
problemas. Vale la pena considerar que el endeudamiento público de los
países europeos tiene orígenes diversos. En unos casos es un mero
producto de la caída de ingresos provocada por la caída de la actividad,
en otros es debido a las ayudas que han tenido que realizar a la banca,
en ciertos casos ambas cosas. Sólo en pocos casos se explica por el
exceso persistente del gasto público sobre los ingresos, como en Grecia,
y aun aquí se ha llegado en parte a esta situación por la propia de la
economía local dentro del contexto europeo. La negativa a utilizar el
Banco Central Europeo como financiador de los estados en dificultades y
emisor de deuda europea ha agravado la situación de las economías más
débiles, pues éstas acuden a los mercados financieros sin apoyo del sus
“socios” y marcadas con el sambenito de su endeudamiento.
Esta insostenible arquitectura europea es en gran parte el resultado
del desigual equilibrio de poderes existente en Europa, y sobre todo del
predominio alemán. Tantos años de hablar de globalización, mercados
etc., nos ha hecho olvidar un viejo concepto del análisis económico
crítico, el de imperialismo. Éste —como explicó hace años Bob Sutcliffe
en nuestra revista— nació del intento de los marxistas de segunda
generación de conciliar su base teórica con el análisis de la realidad.
Para el primer marxismo —y alguna de sus variantes más dogmáticas siguen
en ello— lo único que contaba era el enfrentamiento mundial entre
clases sociales. Pero la realidad mostraba que los estados cuentan y que
la acumulación de capital tiene también una matriz nacional. La
tendencia de unas naciones a imponer sus intereses al resto es
innegable: de ello pueden extraer ventajas para sus clases capitalistas
y, en menor medida, extenderlas a gran parte de su población (en forma
de intercambio desigual, acaparamiento de materias primas, rentas
financieras). Aunque la liberalización de los mercados, y la atroz
experiencia de las grandes guerras inter-imperialistas han cambiado la
forma de plantearse la cuestión, estos intereses imperialistas persisten
y explican parte de las enormes y crecientes desigualdades económicas
existentes entre estados. La construcción europea reciente es, en parte,
otra forma de configurar un espacio económico en torno a los intereses
de la potencia hegemónica en el área. Intereses reales y también
configuración del modelo acorde con la visión del mundo que tienen las
elites dominantes, por descabellada que sea (la magna obra de Josep
Fontana Por el bien del imperio iliustra con profusión de
ejemplos cuántas veces estas elites imperiales han adoptado decisiones
basadas en visiones paranoicas de la realidad). Y cuenta también la
visión que estas mismas elites transmiten a su población con objeto de
legitimar su propia hegemonía nacional. La construcción europea está
lastrada por las ideas de las elites alemanas (euro revaluado, inflación
cero, presupuesto equilibrado, etc.) y también por el miedo que han
generado en gran parte de su población del coste social que les
acarrearía aceptar una cierta redistribución de ingresos a escala
europea. De ahí su negativa a avanzar hacia un modelo fiscal y monetario
integrado y su determinación a obligar a cada país a pagar hasta las
últimas consecuencias sus deudas y sus déficits.
El resultado de este “diktat” es palpable: situar a muchos países al
borde del derrumbe, generar unos costes sociales insoportables, deprimir
la economía europea, crear niveles de desempleo y pobreza persistente,
bloquear cualquier oportunidad de avance hacia un modelo sostenible.
III
La tercera parte de esta situación es la de la deuda y la forma de
abordarla. Si algo debería haberse aprendido de la desregulación
financiera es que los bancos tienen una enorme capacidad de generar
grandes burbujas de deuda que acaban generando un enorme problema de
digestión. Desde el inicio del período neoliberal se han generado
sucesivas oleadas de deuda, empezando por la de los países
latinoamericanos, siguiendo por la crisis japonesa y, tras sucesivos y
numerosos episodios, llegando a la situación actual. Cuando se analiza
el caso español, el papel jugado por el sector financiero resulta claro.
La brutal inyección de crédito a este sector sirvió primero para
generar una enorme subida del precio del suelo (los promotores competían
entre sí ofreciendo precios crecientes porque estaban respaldados por
los generosos préstamos bancarios) que se transmitía a los precios de
las viviendas que a su vez se podían comprar por el fácil acceso al
crédito. Por su parte, los bancos españoles podían desarrollar esta
insensata política por el fácil acceso al crédito internacional. Una
oleada de dinero que hinchó la burbuja y alimentó una descerebrada
inversión en suelo. La oleada crediticia condujo a una desaforada
sobrevaloración de la vivienda y a un endeudamiento difícil de sostener.
Y ahora que está clara la burbuja, se obliga a la gente a devolver
préstamos desaforados. Los creadores de la burbuja no hacen más que
comportarse como Shylocks contemporáneos y exigen su libra, o su
tonelada, de carne (incluyendo su contenido en sangre).
El tamaño de la deuda es tan grande que no parece posible una
devolución en el corto plazo. O la economía del país deudor es
simplemente saqueada por los acreedores —quedándose sus activos a bajo
precio o imponiendo algún tipo de servidumbre financiera—, o hay que
hacer que los acreedores renuncien a una parte sustancial de sus
derechos. Al fin y al cabo lo único que hicieron fue hinchar un globo
que ha explotado. Esto es lo que ocurre a menudo en el mundo económico
empresarial: los acreedores se tienen que conformar con recobrar solo
parte de sus créditos (en el mundo empresarial en el que trabajé de
joven, cuando una empresa suspendía pagos las empresas afectadas solían
comentar “me han pillado en una suspensión”, lo que equivalía a
reconocer que daban por perdidos parte de sus ingresos potenciales).
Pero en el mundo de las finanzas modernas (el del FMI y el BCE) se ha
cerrado esta posibilidad de repartir el coste de la burbuja y de sanear
las economías endeudadas. Detrás están no sólo los grandes grupos
financieros internacionales, sino también la presión de los potentes
gestores de fondos de pensiones que representan a la franja de
asalariados más opulentos de la economía mundial.
La situación se agrava porque al transmitirse la deuda financiera del
sector privado al público y transformarse de algún modo en deuda
pública se rompe la posibilidad de usar las políticas públicas como
potentes instrumentos para recomponer la situación. En el paquete de
medidas para atajar la deuda va incluido el dogma del presupuesto
equilibrado y la jibarización de lo público. Lo que acaba por tener el
doble efecto de descargar gran parte del ajuste sobre los sectores
sociales más empobrecidos e impedir una reorganización productiva y
social. Enfocar la economía y el empleo hacia otras actividades supone
alterar la distribución de la renta, expandir servicios básicos. Pero el
combinado de presupuesto equilibrado y carga de la deuda lo va a
impedir por mucho tiempo. Sin un reparto más equitativo de las pérdidas
generadas por la burbuja, sin un plantemiento diferente del
endeudamiento y las políticas públicas, las clases trabajadoras de
muchos países están condenadas a un enorme retroceso social. En lugar de
una transición ordenada hacia una economía sostenible y una austeridad
racional lo que se nos propone es una marcha espasmódica hacia el
imperio de la desigualdad.
La izquierda, la institucional y la de los movimientos, se muestra
impotente para imponer otra agenda socio-política y hacer avanzar
reformas necesarias. Debe comenzar a pensar, al menos, en como organizar
a la gente para paliar la debacle social, en cómo generar una red
solidaria que sirva a la vez para generar tejido social.
Postscriptum: Fin de semana ítalo-español
Aparentemente, el resultado de la cumbre de esta semana en Bruselas
ha repetido los éxitos futbolísticos de los países del sur. Alemania
acepta que los préstamos a las entidades con problemas (la banca
italiana posiblemente está a la cabeza de los nuevos candidatos al
rescate) sean financiados directamente por el Mecanismo Europeo de
Estabilidad Financiera, en lugar de hacerse a través de los estados.
También se recoge la posibilidad de que las instituciones financieras
europeas puedan comprar deuda soberana y que los créditos europeos dejen
de tener el carácter de preferentes (esto es, los primeros en ser
cobrados en caso de dificultades). Es sin duda un cambio, muestra de que
todo el mundo es consciente de que se está en una situación
insostenible y que un crash de España o Italia podría generar una
debacle de inconmensurables consecuencias. Sin duda el cambio político
en Francia ha ayudado a introducir una pequeña cuota de sensatez.
Pero el que se haya dado un pequeño avance no implica un cambio
radical en la situación general ni despeja casi ninguna incógnita. En
primer lugar, aunque los créditos se den a los bancos, como la mayoría
de los más afectados son de titularidad pública si las cosas van mal
persisitrá el problema del endeudamiento público. En segundo lugar, no
está claro que el tamaño de fondos que van a tener las autoridades
europeas vaya a ser suficiente para lavar un volumen tan elevado de
deuda. Sin reformas estructurales en la financiación y un cambio en la
carga que soportan países y grupos sociales, la espada de Damocles
seguirá ahí. En tercer lugar, se van a exigir contrapartidas sobre las
políticas públicas. Y ya sabemos lo que piensan las elites europeas
sobre reformas estructurales como para esperar que sean capaces de
encauzar la economía europea hacia un modelo social y ecológimente
sostenible. En cuarto lugar, porque el impulso al desarrollo que se ha
aprobado —aparte su insuficiencia cuantitativa— sigue basado en las
mismas ideas que nos han conducido hasta aquí: grandes infraestructuras
para impulsar el crecimiento. Puede que sea una buena noticia para el
poderoso lobby de la construcción y los grandes equipamientos, pero
dificílmente generará el reequilibrio de estructuras productivas.
Después de cada cumbre es difícil discernir lo que hay de teatro
político de lo que representa un impulso real. Uno sigue sospechando que
en este envite los grandes poderes simplemente han sacrificado algún
peón, pero han sido incapaces de repensar el juego entero.
De autopistas y hospitales: la eficacia de la colaboración público-privada
Llevamos años bajo el paradigma de la poca eficiencia de lo público y
la necesidad de ceder su gestión a las empresas privadas. Ellas sí
dominadas por la racionalidad económica, preocupadas en reducir el
despilfarro puesto que ello pone en peligro sus propios recursos.
Una idea que no por repetida nos convence. Y no sólo en cuanto
usuarios de servicios privatizados. Sino como meros evaluadores de la
pretendida eficiencia económica de esa gestión. Cada poco tiempo tenemos
muestras de lo discutible del dogma neoliberal.
Las noticias del mes van en una doble dirección. De una parte se
anuncia la enésima ayuda del Estado a la red de autopistas ruinosas que
el Gobierno de Aznar impulso alrededor de Madrid y en el área
Alacant-Murcia. Unos proyectos que se han desvelado ruinosos e
innecesarios. Los costes aumentarion cuando los jueces decretaron que se
debían subir sustancialmente las indemnizaciones a los propietarios
expropiados —en el proyecto inicial se podía hablar de un mero saqueo—. Y
los coches siguen sin pasar por unas vías que tienen alternativas
gratuitas. Parte del negocio ya está hecho, pues los promotores del
proyecto son en su mayor parte las constructoras que los realizaron y
cobraron por ello. Cuando fue evidente que el negocio era ruinoso, el
Gobierno —el anterior y el actual— acudió al rescate, aumentando los
plazos de la concesión y adelantando dinero por el lucro perdido. Una
muestra de qué va esto de la cooperación: el Estado hace el proyecto
para generar negocios a las constructoras y después aporta recursos para
cubrirles unas pérdidas desde el principio previsibles.
El otro foco de información reciente es el de la sanidad catalana.
Llevamos meses en que se van destapando chanchullos millonarios en
diversos hospitales, casi todos gestionados por consorcios semiprivados
característicos del “modelo sanitario catalán” impulsado por CiU —y que
el anterior gobierno tripartito fue incapaz de transformar—. Las formas
de saqueo del dinero público son diversas: sobrecostes en las
inversiones, monopolios en la prestación de servicios auxiliares, pagos
por servicios inexistentes, sobresueldos a directivos... En muchos
casos, los beneficiarios son grupos económicos claramente relacionados
con CiU, pero las corruptelas también salpican a alguna persona próxima
al PSC. En todo caso resulta evidente que en la pérdida de control que
supone una gestión por conciertos económicos y profusión de subcontratas
se crean fugas financieras. Con tamaño saqueo, no sorprende que la
sanidad tenga problemas de financiación.
Podemos temblar con la que nos espera tras la anunciada gestión de
las políticas públicas de empleo por parte de las ETTs. Los partidarios
de este modelo de cooperación o son simples saqueadores, o dogmáticos
ideólogos incapaces de ver la distancia que media entre sus ideas y la
realidad. O simplemente confunden la eficiencia con el lucro privado.
Gobiernos de cipayos
En una nota anterior ya me
dediqué a comentar lo vergonzo del proyecto de Eurovegas. Esta semana la
indignación ha subido un peldaño más con la visita de un delegado de
Sheldon Anderson a Barcelona y Madrid: se manda a un delegado a negociar
con contrapartes de segundo orden, que es lo que son esos políticos que
—con la complicidad de parte de sus fuerzas vivas, siempre agradecidas
por las subvenciones o los negocios que les facilitan— se pliegan ante
un proyecto que por sí solo fuerza a una regresión de regulaciones y
derechos. Un proyecto que se enmarca en el mismo modelo de especulación
urbana, turismo y ladrillo, que ha llevado a la economía española a una
situación de difícil salida. Que, en el caso catalán, se carga una de
las áreas agrícolas más fértiles, una economía que produce bienestar y
apropiada para desarrollar un nuevo modelo de alimentación sana y
ecológica. Pero lo peor de todo ello no es la irracionalidad del
proyecto, sino el espectáculo de unos gobernantes que aceptan
alegremente cambiar leyes cuando se lo pide un individuo con suficiente
dinero. O ni eso, porque si lo hemos entendido bien —ya se sabe que
cuando la negociación no es pública nunca se sabe de qué se está
hablando realmente— a lo que han venido los de Nevada es a pedirnos
financiación. O sea, que acabaremos corriendo con todos los costes y
riesgos por cuenta ajena. Lo más terrible es constatar que en lugar de
unos representantes políticos de una democracia desarrollada lo que
tenemos son meros delegados de republica (o reino) bananera(o).
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
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