Análisis sobre el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la UE.
El Tratado de Estabilidad,
Coordinación y Gobernanza (TSCG) de la Unión Económica y Monetaria,
negociado por Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, abrió una nueva etapa en
la sumisión de Europa a los intereses del sector financiero y a las
reglas que este desea que se impongan. François Hollande ha anunciado
que lo renegociaría. Ya veremos en qué acaba esto.
Las clases dirigentes y la tecnocracia europea son incapaces de salir
de la crisis. De hecho, la utilizan para reducir el gasto público,
debilitar los sistemas de protección social y el derecho laboral y
privar a los pueblos de voz y voto en las cuestiones monetarias y
presupuestarias. Está claro que desde el Tratado de Roma en 1957, la
construcción europea ha obedecido a la lógica del mercado, pero su
sumisión se ha acentuado con el tiempo. El Acta Única de 1986 supuso un
salto cualitativo en este sentido: el objetivo de un mercado único de
capitales, productos y servicios abierto a la competencia internacional
se convirtió entonces en el eje central de la construcción de la Unión.
Al mismo tiempo, la política comunitaria puso en la picota a las
empresas públicas y los servicios públicos.
Sin embargo, esta lógica neoliberal se aplica a realidades nacionales
profundamente diferentes y la Unión se dota de cada vez menos medios
para hacer que converjan. El presupuesto comunitario está congelado en
un importe equivalente a un poco más del 1 % del PIB europeo. El Tratado
de Maastricht y el proyecto de moneda única se elaboraron como un
instrumento de convergencia, pero de convergencia a través de la moneda y
la austeridad.
Endurecimiento de la normativa vigente
En 1996, previamente al lanzamiento de la moneda única, el Gobierno
de Juppé negoció el Pacto de Estabilidad. Lionel Jospin anunció en la
campaña de las legislativas de 1997 que lo renegociaría: “El Pacto de
Estabilidad es un súper-Maastricht, una concesión absurda que el
Gobierno francés ha hecho a los alemanes o a determinados sectores
alemanes. Por tanto, no hay motivo para que me sienta vinculado a este
respecto”. Después de ganar las elecciones, Jospin optó por
no oponerse a la aprobación del pacto y contentarse con solicitar que se
añadiera un apéndice sobre el “empleo”. La Comisión Europea y el
canciller alemán, Helmut Kohl, aceptaron la inclusión de un capítulo
sobre el empleo, lo que era un brindis al sol porque Bruselas no obtenía
competencias ni fondos para la lucha contra el desempleo. Los días 17 y
18 de junio de 1997, Jospin firmó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento
en Amsterdam.
El Pacto de Estabilidad y Crecimiento prorrogaba los criterios de
Maastricht: deuda pública inferior al 60 % del PIB, déficit
presupuestario inferior al 3 % del PIB. Estas reglas limitaban
drásticamente los márgenes de maniobra presupuestarios de los Estados
miembros, al tiempo que con la creación del euro perdían su autonomía
monetaria. Estos objetivos no pudieron impedir que Irlanda y España, que
los respetaban con creces, se hundieran tras el estallido de la crisis
financiera.
La crisis dio lugar a partir de 2008 a una recesión y después a un
debilísimo crecimiento y un aumento del paro. Sin embargo, tras un año
de políticas de apoyo a los bancos y a la actividad económica, ante la
agravación de los déficit públicos y el aumento de la deuda pública, los
Gobiernos europeos y las instituciones de la Unión optaron por una
política de austeridad generalizada. Con el TSCG, los Gobiernos europeos
la endurecerán notablemente mediante una serie de disposiciones:
- La instauración de una “regla de oro” que establece que “la
situación presupuestaria de las administraciones públicas (…) será de
equilibrio o de superávit”. Esta norma deberá integrarse en la
legislación de cada Estado miembro “mediante disposiciones que tengan
fuerza vinculante y sean de carácter permanente, preferentemente de
rango constitucional, o cuyo respeto y cumplimiento estén de otro modo
plenamente garantizados a lo largo de los procedimientos presupuestarios
nacionales”. Se considerará respetada si el déficit estructural
alcanza el 0,5 % del PIB. El déficit estructural es el déficit
presupuestario calculado sin incluir las variaciones de la coyuntura y
su cálculo plantea numerosos problemas metodológicos. El informe anual
de 2012 del Tribunal de Cuentas Europeo señala que el déficit
estructural de Francia era del 5 % del PIB en 2010, es decir, de 96.550
millones. Reducirlo al 0,5 % del PIB habría exigido ahorrar casi ¡87.000
millones de euros!
- Con respecto a la deuda pública, los Estados que superen el umbral
del 60 % del PIB deberán reducirla en el plazo de tres años a un ritmo
medio de una veinteava parte al año.
- En caso de incumplimiento de las normas de déficit presupuestario
se pondrá en marcha un mecanismo de sanción a iniciativa de la Comisión.
Los países deberán reducir su déficit de acuerdo con un calendario
propuesto por la Comisión. Los países con déficit someterán sus
presupuestos y programas de reformas estructurales a la Comisión y al
Consejo, que emitirán su dictamen y supervisarán la ejecución del
presupuesto. Hará falta una mayoría cualificada de países de la zona del
euro para oponerse a las sanciones decididas por la Comisión.
- El instrumento preferente para restablecer el equilibrio no es el
aumento de los ingresos (sobre todo con cargo a las personas de renta
elevada o de las empresas), sino la limitación del gasto, sobre todo el
gasto social. En un momento en que el consumo de los hogares se estanca o
se reduce, semejante política no hará más que incrementar las
dificultades económicas.
Para comprender lo que está en juego hay que contemplar lo que ocurre
en países como Grecia, Italia o Portugal. Las instituciones europeas no
solo les reclaman esfuerzos de austeridad, sino también reformas
estructurales que alteran sustancialmente el derecho laboral, reducen la
vigencia de los convenios colectivos e individualizan la relación entre
el trabajador y su empresario.
Una prueba para François Hollande
Estas disposiciones del TSCG y la política europea en su conjunto
responden a una opción social: los derechos de los acreedores y los
beneficios de las grandes empresas contra el resto de la población. La
adopción del nuevo tratado, como es lógico, cuenta con el aplauso
entusiasta del mundo de los negocios, en particular de la federación
patronal europea BusinessEurope; por otro lado, por primera vez en su
historia, la Confederación Europea de Sindicatos (CES) se ha opuesto a
un tratado europeo.
Durante la campaña electoral, el candidato a la presidencia francesa,
François Hollande, hizo declaraciones bastante contradictorias. Por un
lado, reafirmó su voluntad de llegar a un equilibrio presupuestario en
2017, es decir, de aplicar en este sentido las disposiciones del
tratado. Por otro lado, anunció su deseo de “renegociarlo” para incluir
un “pacto de responsabilidad, de gobernanza y de crecimiento”.
Hollande se encuentra ahora en la misma situación que Lionel Jospin en
1997. La aceptación o el rechazo del TSCG será por tanto la piedra de
toque.
Además, Hollande no se ha pronunciado sobre la cuestión del modo de
ratificación del tratado: ¿ratificación parlamentaria (es decir, por una
mayoría del PS y la UMP) o convocatoria de un referéndum? No cabe duda
de que el rechazo del TSCG abriría una crisis política en Europa. Esta
crisis sería deseable porque es ilusorio creer en la posibilidad de
modificar por las buenas la orientación de la construcción europea.
La táctica de la socialdemocracia europea es un callejón sin salida.
Desde hace años, los Gobiernos socialistas han aceptado la construcción
neoliberal, o incluso la han suscitado, como en el caso de Jacques
Delors (entonces presidente de la Comisión después de haber sido
ministro de Hacienda bajo Mitterrand) con el tratado de Maastricht. El
argumento ha sido siempre el mismo: la cuestión social vendría después.
Resultado: unas reglas que han agravado en Europa el impacto de la
crisis y hacen pagar a los pueblos los platos rotos del sector
financiero, sin garantías frente a un retroceso de la construcción
europea en los próximos meses.
La idea de una Europa unida defendida, frente a los nacionalismos,
por los progresistas desde el siglo xix, de Victor Hugo a León Trotsky,
se desacredita por su identificación con un capitalismo cada vez más
marcado por la “barbarie social”. Otra Europa es necesaria: pasa por el
rechazo del TSCG y por una movilización social y política capaz de
imponer medidas anticapitalistas.
Henri Wilno
* Publicado originalmente en la revista Tout est à nous ! nº 33
(junio de 2012).
Traducción: VIENTO SUR
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