Los orígenes de la
Unión Europea se remontan, en principio, a los años que siguieron al fin
de la II Guerra Mundial. Atrapados en un mundo dividido por la
confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética, los países de
Europa Occidental se vieron obligados a redefinir las relaciones que
guardaban entre sí, así como su lugar en el precario equilibrio de la guerra fría.
El resultado fue un proceso gradual de cooperación y, en cierta manera,
de articulación. Décadas de negociaciones y desacuerdos dieron luz el
Mercado Común, cuyas bases fueron una multitud de acuerdos que
facilitaron el comercio de mercancías, el flujo de capitales y la
migración de la fuerza de trabajo de los países menos favorecidos a los
más industrializados. En los años 60 era común observar comunidades de
trabajadores españoles, portugueses y yugoslavos que buscaban mejores
opciones en Francia, Alemania y Suecia. Durante los años 70 cayeron las
dictaduras que habían gobernado a Portugal, Grecia y España, y los
países del Mediterráneo comenzaron su integración paulatina a esa
comunidad que había nacido por motivos económicos y, sobre todo, por
razones militares. La OTAN fue el acuerdo militar que fijó el imaginario
de la existencia de dos bloques en Europa: el Pacto de Varsovia, que
incluía a los países de la esfera soviética, y la alianza del Atlántico,
que aparentemente encabezaba Estados Unidos. Hoy sabemos que ese
imaginario era, en rigor, la simplificación de un mundo mucho más
complejo. La guerra fría, axiomatizada por la retórica bipolar
de Washington y Moscú, se escenificó no en dos sino en tres formas de
sociedades. Por un lado, el capitalismo decimonónico de Estados Unidos;
por el otro, el socialismo autoritario de los países del Este. Entre
estos extremos surgió una nueva forma de organización social: sociedades
regidas por una democracia deliberativa y basadas en la conjunción de
una relativa (aunque datable) igualdad de oportunidades y altísimas
tasas de productividad. Llamar a esas sociedades simplemente
capitalistas es un error craso. En la tradición liberal no existe desde
el siglo XVIII hasta la fecha el menor atisbo de lo que acabó siendo el
Estado de bienestar, que fue precisamente el principal distintivo del
orden europeo en la segunda mitad del siglo XX. Que los liberales
quieran montarse hoy a ese carro es otra muestra de su maniqueísmo
ideológico.
La caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión
Soviética trajeron consigo un panorama insólito. Frente a ese
desmembramiento, Europa optó por una solución inédita. Una forma
económica y política que no sólo nadie había imaginado sino que (en
1989) era todavía impensable: la comunidad. No se trata de una simple
suma de Estado(s)-nacion(es). Tampoco de una federación ni de una
confederación. No tiene, ni remotamente, la forma de una República,
aunque ella prive el espíritu republicano. ¿Qué es –que ha sido–
entonces la comunidad europea?
Sin duda una respuesta afortunada y muy original a la vorágine de la
globalizción. Pero sobre todo, un orden construido por consenso. A más
de una década y media de su fundación ha mostrado que el Estado-nación
es probablemente una entidad del pasado, pero también ha revelado muchas
de sus debilidades. Acaso la mayor de ellas proviene del moderno
fetichisimo de la moneda, del peso tan decisivo que se le dio a un banco
(el que produce y regula el euro) como factor central de la
integración, incluso de la construcción de una identidad.
El dilema actual del euro no está claro en absoluto. Hay una
corriente que encuentra el problema en las políticas del estado de
bienestar (y sus cuantisosos gastos sociales). Y hay otra que culpa a
una banca y un sistema financieros
libresy depredadores, que hoy buscan capitalizar las opciones que ha creado la crisis mundial. En la prensa domina el primer argumento. Es también el que esgrimió hasta ahora de la manera más clara el gobierno inglés de Cameron. Es la lógica que pretende llevar las privatizaciones y la desregulación al centro de la constitución de este nuevo orden político y social. La pregunta es: ¿cuál de todas las Europas mantendrá el espíritu de la comunidad? ¿La de la banca que busca contraer el Estado social a su mínima expresión en aras de una
eficienciaque despué de la depresión de 2008 ya es incapaz de demostrar? ¿O la Europa social, que no parece tan dispuesta a aceptar los términos de su posible “norteamericanización?
El acuerdo que ayer adoptaron 17 países para mantener
la disiciplinadel gasto público no dice mucho al respecto. Porque cada país tendrá que hacerlo a su propia manera. Por lo pronto, el euro sobrevivió, pero al menos quedó ya una conciencia abierta de que una comunidad es mucho más que la identidad que le puede brindar una moneda.
Ilán Semo
La Jornada
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