Lo peor que puede ocurrirle a una profecía es que se cumpla, y la
crisis del euro nos sitúa en esta posición a todos aquellos —más bien
pocos y con poca energía— que nos movilizamos contra el Tratado de
Maastricht. Basta realizar una búsqueda documental en las revistas
críticas como mientras tanto, o en los materiales que en su
momento elaboraron las plataformas críticas, para constatar que nos
encontramos en uno de los peores escenarios previstos por los analistas
críticos. Supongo que, como a muchos otros, a uno le entra la sensación
de padecer el síndrome de Casandra: el de la impotencia por no haber
convencido a suficiente gente en el pasado y el de la misma impotencia
por no poder impedir la catástrofe a la que nos condenan una serie de
malas decisiones.
Como dijimos entonces, el problema fundamental del euro era su
construcción como una mera unificación monetaria, sustentada en una
institución, el Banco Central Europeo, a la que sólo se le encargaba el
control de la inflación mientras, en cambio, estaban ausentes tanto una
política fiscal común como la creación de un marco estatal colectivo.
Dado que los países integrantes de la Unión Europea mantenían entre sí
enormes diferencias en cuanto a estructura productiva, dimensión
económica y desarrollo del sector público, era previsible que estuvieran
sometidos a tensiones económicas de desigual magnitud, que serían en
muchos casos insoportables a falta de una política fiscal colectiva. De
hecho, el propio proceso de unificación podía acelerar estas tensiones.
Por una parte, uno de los argumentos más favorables a la unión (bien
reflejado en el documento “Los costes de la no Europa”) era que la
integración económica favorecería la eficiencia económica al posibilitar
el funcionamiento de plantas productivas más grandes que se
beneficiarían de economías de escala mayores. Sin embargo, se pasaba por
alto que si la lógica de la integración conducía a esta
reestructuración y concentración de plantas productivas, ello podía
tener importantes impactos territoriales, puesto que unas naciones o
regiones saldrían beneficiadas (aquellas en los que se concentraran esas
plantas) y otras perjudicadas. Algunos de los problemas del sur de
Europa radican en esta estructura productiva desigual y en la dinámica
generada por la integración. Por otra parte, la moneda única tenía
muchas posibilidades de apreciarse frente a otras monedas cuyos
gobiernos optaran por promover políticas de gasto más generosas o
simplemente con manejo político del tipo de cambio. Esto es lo que ha
ocurrido con el euro frente al dólar y el yuan, y ha agravado la
posición de los países con menor desarrollo, más afectados por la
competencia de países con bajos salarios y sin la oportunidad de
devaluar su moneda cuando las cosas fueran mal.
La negativa a desarrollar un sistema fiscal único ha privado a la UE
de la posibilidad de desarrollar una política comunitaria de apoyo a las
áreas más desfavorecidas en caso de crisis y ha favorecido la
competencia fiscal a la baja (propiciada incluso por la incapacidad o
falta de voluntad de la propia Unión para erradicar los paraísos
fiscales interiores, como son los muy destacados casos de Luxemburgo,
las diversas colonias británicas y, en parte, Irlanda y Holanda). Las
políticas de limitación del déficit impuestas por el Tratado de
Maastricht, en parte para evitar la lenidad fiscal de los siempre
sospechosos países del sur, lejos de contribuir al desarrollo de una
fiscalidad responsable se han traducido en políticas de ajuste que han
limitado el desarrollo del sector público de estos países sin tocar las
bases del fraude fiscal.
Cuando la crisis ha estallado y el sistema ha sido puesto a prueba,
se han vuelto visibles todas las incoherencias del proyecto. La política
monetaria, lejos de paliar la crisis, la ha atizado, con alzas de los
tipos de interés en 2008 y 2011 que han agravado la posición de los
deudores. La negativa primero a financiar la deuda pública de algunos
países, y después a financiarse con eurobonos, ha conseguido convertir
un simple forúnculo (el déficit griego) en un cáncer que amenaza la
supervivencia del conjunto; la imposición de planes de ajuste a corto
plazo pone a las poblaciones de muchos países en una situación dramática
y genera una nueva recesión que agrava aún más los problemas
financieros; la imposibilidad de practicar una devaluación no es
sustituida por ninguna política real que permita recomponer la
estructura productiva de muchos países, y la aplicación de nuevas
reformas laborales va a resultar tan inútil como las anteriores, aunque
puede contribuir poderosamente a aumentar las desigualdades y la
demolición de derechos. Todo esto lo avisamos bastantes veces, pero
haber acertado en el diagnóstico no nos consuela, porque no ha impedido
un ápice de sufrimiento social ni está sirviendo para un cambio de
modelo.
Más bien, la propuesta de confluencia fiscal anunciada por la
Comisión parece un mero mecanismo para imponer nuevos planes de
austeridad a los países con problemas y para garantizar su cumplimiento.
Los países periféricos del sur de Europa estamos en el proceso de
transición desde el estatus de estados miembros al de meros
protectorados, tal y como atestiguan los golpes de mano “blandos” que
han impuesto en Grecia e Italia.
II
En este contexto, es fácil entender a la gente que piensa que el euro
es la causa del problema y que lo mejor sería salir de la eurozona y
volver a adoptar una moneda propia. Su argumento fuerte es que ello
traería una devaluación monetaria que permitiría aumentar las
exportaciones y tirar de la economía. Asimismo, podríamos eludir la
brutal política fiscal que Alemania trata de imponer y ganar autonomía
financiera.
No apoyé el modelo del euro ni apoyo la actual política europea (toda
ella un dislate y un crimen social), pero me temo que no se va a
producir una salida controlada del sistema euro y que, más bien, lo que
nos cabe esperar es una operación mucho más caótica y provocada desde
fuera. Como de lo que se trata es de prever qué puede ocurrir y
contribuir al debate, ofrezco algunas reflexiones sobre qué ocurriría en
el caso de una salida del sistema monetario actual.
Es cierto que una “nueva peseta” conllevaría una devaluación
monetaria que podría mejorar la posición internacional de los productos
españoles, pero hay que tener en cuenta algunas circunstancias que,
cuando menos, generan escepticismo. Las devaluaciones tienen dos
efectos: abaratan las exportaciones y encarecen las importaciones. El
balance neto para un país es el resultado de la respuesta relativa de
ambos tipos de productos a la variación de precios (la
elasticidad-precio del producto). Cuando devalúa un país que produce
bienes y servicios de alta demanda potencial, es posible que el
resultado sea positivo. Por ejemplo, a Argentina la devaluación le
permitió recuperar el turismo perdido y algo de su producción industrial
al tiempo que se beneficiaba del tirón de la demanda mundial de
alimentos. No obstante, en España puede que las cosas no estén tan
claras, sobre todo por dos razones: por una parte, por la elevada
dependencia energética, en un momento en que el precio del petróleo ya
tira al alza por razones propias y en que la devaluación no haría sino
encarecerlo aún más —una dependencia que vale también para otras
materias primas básicas para el aparato productivo actual (soja,
metales, etc.)—, y, por otra, por la propia reestructuración industrial
de las dos últimas décadas, que ha provocado tanto la desaparición de
líneas de producción que es imposible reanimar a corto plazo como la
especialización de otras. La respuesta de cada sector es bastante
incierta, pero mi presunción es que los efectos netos serían menores de
lo previsto.
Si en el plano del comercio exterior las cosas no están claras, más
negros aún son los nubarrones en otras esferas. Es poco creíble que un
sistema público y un nivel de endeudamiento privado que llevan meses en
el punto de mira de los tiburones financieros fueran a paliar las
presiones sobre la deuda. Más bien, cabe esperar que la incertidumbre
financiera se traduzca en pánico financiero, que es la mejor vía para
acabar atrapados en el “corralito”, en recortes drásticos del gasto y en
un mayor desastre social. La actitud temerosa de las capas medias con
ahorros puede contribuir a acentuar esta tendencia al desastre. El euro
fue una trampa, pero a menudo, cuando uno ha caído en ella, la vuelta
atrás es lo menos factible y deben buscarse respuestas alternativas.
Puestos a hacer proyecciones, parece más verosímil que nos acaben
expulsando del euro, no que vayamos a tener un Gobierno dispuesto a
desandar ordenadamente el camino. Un camino que, en todo caso, sería una
aventura de alto riesgo.
III
Sólo somos figurantes del coro de una tragedia que otros han
desatado. Pero, a diferencia de las obras griegas en las que el héroe es
el que carga con la furia de los dioses o el destino inapelable, aquí
todos los males van a caer sobre el coro. Debemos buscar otras
respuestas. Unas, fundamentales pero no suficientes, ya las vamos dando
cuando protestamos contra los costes del proceso, contra los recortes de
todo tipo. Sin protesta no hay salida. Pero necesitamos más propuestas.
Y éstas deben cubrir al menos dos posibles eventualidades: que sigamos
en el euro o que nos echen de él.
La primera exige desarrollar un nuevo internacionalismo, puesto que
no saldremos del marasmo sin un profundo rediseño de la Unión Europea.
En nuestras movilizaciones y propuestas debemos incluir demandas de
reforma del tratado actual, de creación de una buena política fiscal
europea, de conversión del Banco Central en un verdadero prestatario
financiero, de eliminación de los paraísos fiscales internos, de una
política económica que dé respuestas a las necesidades desiguales de
cada territorio… Unas demandas que exigen, además, una necesaria
búsqueda de aliados, de movimientos que en otras partes exijan lo mismo y
que ayuden a neutralizar lo que en los países del norte ha funcionado
como mecanismo legitimador de las políticas actuales: la extendida
convicción de que los problemas de la Unión, lejos de ser fruto de una
opción económica mala y clasista, lo son de la desidia y la ausencia de
rigor de los habitantes de la periferia.
La segunda presupone pensar alguna respuesta si acabamos siendo
expulsados del euro y padecemos un verdadero caos económico. Nuestros
gobernantes —los que se van, los que vienen y los que siguen— han
demostrado con creces su impericia y su impudicia. Por esto hoy es tan
urgente que realicemos un ejercicio de reflexión antiutópica que nos
permita elaborar propuestas en medio de una situación caótica.
El banco malo y la deuda pública
Una de las posibles contrarreformas que tiene planteado sobre la mesa el nuevo Gobierno de Mariano Rajoy es la creación de un banco malo
que absorbiera los créditos inmobiliarios de dudosa recuperación. La
banca española lleva tiempo insistiendo en esta propuesta para superar
la crisis financiera. Dada la estrecha conexión del PP con los intereses
del sector bancario la propuesta tiene bastantes posibilidades de
formar parte del paquete de reformas con que nos amenaza la nueva
mayoría absoluta.
Desde el punto de vista de la banca esta solución es perfecta. Por
una parte el banco malo les permitiría sacar de su balance activos
improbables que les obligan a efectuar provisiones que al final reducen
su rentabilidad. Este banco sería “vendido” al Estado, La compra se
financiaría con títulos de la deuda pública, con lo que los bancos
transformarían sus créditos de dudoso cobro por títulos de la deuda
pública cuyo pago está garantizado por la misma Constitución española.
Además pasarían a aumentar su posición de acreedores del Estado y por
tanto verían reforzada su capacidad de “dictar” reformas al sector
público.
Negocio redondo.
Dado que la exposiciónde la banca al crédito financiero se situaba
en junio en los 176.000 millones de Euros, la creación de este banco
financiado con deuda significaría un elevado aumento de la deuda pública
y por tanto una reforzada exposición del país a la exigencia de
ajustes. Además de un fuerte aumento de la carga financiera sobre el
presupuesto público. Oponerse a la creación de un banco malo debe ser la
primera batalla por el tema de la deuda. Y una buena oportunidad para
denunciar el doble trato aplicado a las deudas del sector financiero y
de los particulares que no pueden pagar la hipoteca de su vivienda. A
quienes argumentan que no puede aprobarse la dación de pago porque
hundiría a la banca se puede objetar la posibilidad de crear algún
organismo público que los proteja.
Liquidez a tope
En la última semana de noviembre el Banco Central Europeo y la
Reserva Federal han tenido que aplicar una nueva inyección masiva de
dinero para cubrir los problemas de liquidez de la banca internacional.
Una operación que viene repitiéndose con mucha frecuencia desde la
crisis de Lehman Brothers. La justificación pública es siempre la
misma, la de ofrecer fondos para que la banca pueda seguir prestando
dinero a empresas y particulares y no se colapse la economía real. Vista
la situación que atraviesan empresas y particulares no parece que hasta
el momento estas inyecciones hayan cubierto su objetivo.
Es hora de exigir a los responsables de la política monetaria que
aclaren cuáles son los circuitos obturados que impiden que funcione su
presunto circuito virtuoso, por donde se pierde la inyección de capital.
Es posible que una parte se pierda por la retirada de fondos de
inversiones nerviosos que tratan de convertir sus posiciones en activos
monetarios en otros activos que consideran más seguros (como el oro).
Pero es también plausible que gran parte de los desvíos tengan lugar en
los complejos y especulativos mercados financieros en los que la banca
realiza una parte importante de su actividad. A cualquier tenedor de un
modesto plan de pensiones le resulta fácil tomar conciencia de la
magnitud de estos circuitos opacos: con preguntar al banco dónde está
colocado el fondo, recibirá un listado de fondos de inversión totalmente
desconocidos y de difícil control. La liberalización de la banca
produjo una enorme expansión de sus campos de acción y favoreció que los
circuitos del dinero se volvieran opacos y sinuosos. Las inyecciones de
liquidez, más que trasladarse a créditos a un mundo real del que no se
fían los banqueros, parece destinado a salvar a los bancos de sus
dificultades financieras y a facilitarles su posibilidad de seguir
jugando en los mercados financieros que tantos problemas nos crean.
No podemos más que seguir exigiendo dos cuestiones básicas: una nueva
regulación del sistema financiero que reduzca el peso de los mercados
especulativos y acote y clarifique la actividad de cada institución
financiera; y la creación de un verdadero sistema de banca pública que
permita que realmente se realice lo que prometen y no hacen las
inyecciones financieras de los bancos centrales.
Sanidad pública, intereses mercantiles y cohesión social
Hace tiempo que la sanidad pública está en la mira del capital. No en
vano el gasto sanitario constituye una importante partida económica, y
por tanto fuente potencial de negocio. La prueba es que una parte del
gasto sanitario llena las arcas de las empresas farmacéuticas y
proveedoras de equipamiento sanitario, que suelen encontrarse entre los
negocios más rentables del planeta. No en vano también allí donde la
gestión sanitaria privada está más extendida, los EE.UU., el peso del
negocio sanitario constituye la partida más importante del PIB, algo que
tiene poco que ver con el nivel de eficiencia del modelo sanitario si
se toman como referencia indicadores de esperanza de vida o de
desigualdad en el acceso a la asistencia sanitaria.
Hace ya tiempo que algunas Comunidades Autónomas, especialmente
Madrid y la Comunidad Valenciana, adoptaron un modelo de externalización
de la gestión sanitaria cuyos efectos sobre el bienestar de la
población y las condiciones de trabajo del personal merecen ser
evaluados. Hace unos meses una evaluación de la calidad de los sistemas
sanitarios en base a 19 indicadores sitúo a ambas comunidades en la
categoría de “deficientes” (junto con Canarias y Galicia, siendo la
Comunidad Valenciana la peor calificada. (El País, 2 septiembre 2010).
También en Catalunya ha existido desde siempre un sistema mixto de
gestión sanitaria, en parte heredado del modelo sanitario anterior al
establecimiento de la seguridad social. Un sistema sanitario donde se
combinan hospitales públicos con una extensa red de centros
semipúblicos, en manos de patronatos con presencia de instituciones
locales, Iglesia Católica y grupos privados. CiU, en su largo mandato
en la Comunidad, reforzó este modelo y le dio estructura, algo bastante
parecido al doble circuito educativo. El Triparto fue incapaz de
cambiarlo y aunque incrementó el gasto sanitario también llevó a cabo
una reforma estatutaria del Institut Català de la Salut (el propietario
de la parte pública del sistema) que apostaba por una gestión más
liberal. La excusa siempre es el alto y creciente coste sanitario y la
necesidad de modernizar la gestión. Un alto coste que es difícil de
argumentar cuando se contrasta el gasto sanitario español con el de
países de la UE (tanto en términos de PIB como de gasto per capita),
como el catalán respecto al resto de España (según el informe citado el
gasto per capita catalán solo está 4 euros por encima del gasto medio y
se sitúa en la mitad de la tabla.
El nuevo gobierno de CiU, con el ínclito conseller Boi Ruiz a la
cabeza, no ha dudado sin embargo en lanzar una auténtica cruzada en pos
de la demolición del sector público sanitario. La política de ajuste
presupuestario ha sido la excusa para ello. El cierre de camas y
quirófanos hospitalarios, de urgencias en los ambulatorios
(especialmente grave en zonas semirrurales donde los hospitales están
distantes) han generado cabreo y sentimiento de deterioro, Tras las
elecciones, CiU se siente con músculo para seguir su política
privatizadora, ya visible en uno de los múltiples apartados de la “ley
omnibus” donde se contempla la posibilidad que los hospitales públicos
alquilen a operadores privados sus plantas cerradas y sus quirófanos,
que han dejado de operar por la tarde. Un regalo al sector privado que
podrá ofrecer a quien tenga dinero la alta calidad de la asistencia
pública sin tener que pasar por las engorrosas (y al menos democráticas)
listas de espera. Ahora se propone otra vuelta de tuerca, primero en
forma de un nuevo copago por receta médica (como no se puede cambiar la
realidad se crea el neolenguaje y se le llama ticket moderador) y
después con la propuesta del siempre contundente Boi Ruiz a favor de
crear un seguro privado obligatorio para la gente con recursos y dejar
el servicio público para los pobres (aunque al paso que vamos con el
paro y los recortes salariales la categoría “pobre” va camino de ser
universal).
No deja de ser insólito que en Catalunya se defienda la gestión de
las mutuas privadas como una muestra de eficiencia y buen hacer cuando
en el pasado la Generalitat dedicó importantes recursos al salvamento de
gestiones fallidas y fraudulentas (Hospital General de Catalunya,
Mutua l’Aliança) y otras importantes instituciones han entrado en
barrena (Agrupació Mútua) o han estado salpicadas por importantes casos
de corrupción (Mutua Universal). Si de algo puede presumir el sector
privado catalán es de fracasos continuados de gestión.
La propuesta, de ir adelante, significa bastante más que una mera
privatización. Significa la ruptura del propio concepto de ciudadanía y
de solidaridad social por cuanto se rompe el continuo entre los que
pueden pagar y los que no. Si el problema es meramente financiero, y se
supone que hay una parte de la población con recursos, bastaría subir
los impuestos a esta parte de la población para cubrir el aumento del
gasto. Propugnar un doble circuito es sin embargo optar por un modelo
dual, uno “de pago” (aunque todo el mundo sabe que al final las mutuas
privadas practican todo tipo de discriminaciones para reducir sus
costes) y otro para pobres. Una nueva oportunidad para fomentar una
cultura de la insolidaridad e incultura fiscal de las clases medias y un
desprecio frente a los pobres que se salvan del seguro privado. En un
país con elevados índices de evasión fiscal, con un elevado porcentaje
de población inmigrante pobre, este modelo es una verdadera invitación a
la iniquidad y la xenofobia. Ruiz no es solo un privatizador sino un
verdadero agente promotor de la fragmentación social. Algo en lo que se
muestra tozudo, pues ya antes de hacer esta propuesta atribuyó los
problemas de salud a la genética y los hábitos individuales (otra forma
de mentalizar a la población de que la gente enferma lo es por culpa
propia, de separar buenos y malos ciudadanos, aunque entre los factores
de malos hábitos nunca suelan incluir el del uso intensivo de los
vehículos que generan contaminación y accidentes, ni el de las malas
condiciones de trabajo).
Boi Ruiz, lo que representa, no es solo un peligro para la sanidad
sino también para el mismo sentido de sociedad. No solo promueve negocio
sino también división social, clasismo. No es por desgracia el único.
Ahí están también también los responsables de la sanidad gallega y
balear desactivando ilegalmente tarjetas sanitarias a gente desamparada.
Hay que pararles los pies: está en juego nuestra salud y nuestro
sentido de sociedad.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto