Nuestro “nivel de vida y libertades” reposa sobre un entramado muy
frágil. El impulso ciudadano es la única esperanza que le queda al
proyecto europeo.
En París y Berlín la apuesta por la desolidarización ha dado un nuevo
paso: ya abre la puerta de salida del euro y dibuja una Europa de dos
categorías. El gobierno alemán lo desmiente, pero ese programa para la
desintegración europea será refrendado el lunes y martes por el congreso
que la CDU de Merkel celebrará en Leipzig. Esto, que podría equivaler a
un adiós a la Unión Europea, viene determinado por una mezcla de
intereses políticos cortoplacistas (elecciones en 2012 en París y en
2013 en Berlín), inercial sometimiento al poder financiero y sus
recetas, y pura y simple incapacidad.
En lo que llevamos de
espiral neoliberal hacia abajo y desolidarización, Europa ha producido
dos modelos de lucidez: la revuelta griega, ese nuevo “Oji” de país
retrasado y obstinado que recuerda la dignidad helena del principio de
la última guerra mundial, y la exitosa secuencia islandesa: la deuda no
se paga, el gobierno implicado se derroca y los responsables a los
tribunales. Sólo una medicina ciudadana de este tenor salvará el
proyecto ciudadano europeo, secuestrado por la lógica empresarial ¿Qué
es lo que está en juego?
Nuestra normalidad social, económica y
política, incluido “nuestro nivel de vida y libertades”, reposa sobre un
entramado de lo más frágil. Basta que ese crematístico y depredador
entramado se hunda, basta entrar en recesión, para que todo cambie.
Ahorros de una vida se convierten en papel sin valor, los liberales se
transforman en ultraderechistas y las democracias en regímenes duros. La
actual precrisis ya está lanzando señales en esa dirección. Presten
atención a los discursos.
Una de las noticias más sintomáticas de
los últimos días ha sido la destitución de la plana mayor militar
griega. El cese de esos generales tan íntimamente relacionados, vía
OTAN, con Estados Unidos, apenas ha sido evocado por la prensa de
Washington y Nueva York, y sólo rozada por la de Londres y Frankfurt
¿Cómo interpretarlo?
Hace muy poco los gobiernos de países
europeos como Grecia, España y Portugal no eran democracias. En Grecia
mandaba una junta de coroneles, en España un general, y en Portugal un
patriarca que se hundió con los últimos reductos de un imperio colonial.
En la Europa más sólida, la socialdemocracia sólo llegó al poder tras
haber jurado y demostrado su rechazo a cualquier veleidad transformadora
fundamental. En Italia donde tal juramento no estaba claro,
maquiavélicas tramas garantizaban que la oposición no llegase nunca al
poder, y eternizaban a la Democracia Cristiana. Hasta anteayer, la
Europa del Este ha estado dominada por el partido único.
Todo
esto es para recordar que “nuestro nivel de vida y libertades” tiene que
ver con determinadas condiciones históricas que reposan sobre un frágil
entramado.
Esa es una verdad que se conoce bien en aquellas
latitudes del mundo “en desarrollo” donde la crisis ha sido siempre
norma y la vida cotidiana suele parecerse a un infierno. Allí es donde
Occidente, desde su bienestar, ha venido predicando democracia y
derechos humanos selectivamente (porque a los dictadores amigos o
complacientes se les perdona), algo casi siempre incompatible con su
hegemonía. Ahora el momento del examen llega a Occidente: ¿superará la
prueba? La respuesta está en una historia que se escribió a base de
batallas sociales.
Curiosamente, incluso la Europa del Sur, con
la ventaja biográfica derivada de su experiencia reciente, parece perder
de vista esa fragilidad que debería estar en su memoria. La enorme
confusión y ceguera que preside la hora actual, sugiere que el asfaltado
intelectual de los últimos treinta años -las consecuencias mentales de
nuestra “modernización” europeizante- arrasó gran parte de aquella
antigua lucidez de país retrasado.
Nadie debería dar por supuesto
otro medio siglo de paz y prosperidad en Europa”, dijo la canciller
alemana Angela Merkel. Esa frase que le pusieron de adorno sus asesores
fue la más notable de su discurso del 26 de octubre ante el Bundestag,
donde enunció un programa para la desintegración europea: que la
diversidad continental marque el paso de la errática austeridad germana.
Conforme
los políticos del Gosplan europeo demuestran cada día su incapacidad
-en el mejor de los casos- o su completo alineamiento con el programa
neoliberal de regreso al siglo XIX -en el peor-, la sensación de que la
solución sólo puede venir a partir de fuertes impulsos ciudadanos desde
abajo, se hace más y más indiscutible.
Rafael Poch
La Vanguardia
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