No hace ni siquiera una semana
que se celebraba la Cumbre de la Eurozona de la que el presidente de la
Comisión Europea consideraba que resultaría el “acuerdo para salvar la estabilidad
del mundo”. Y, sin embargo, más le hubiera valido comerse su retórica
rimbombante a la vista del caos que se acaba de instalar en los mercados como
consecuencia de que el primer ministro del gobierno griego, Yorgos Papandreu,
ha hecho lo que no le quedaba más remedio que hacer a la vista de los acuerdos
de esa cumbre y de la presión popular que mantienen los ciudadanos griegos en
las calles.
En efecto, en esa cumbre se
llegó, entre otros, al acuerdo de aprobar un plan de rescate para la más que quebrada
economía griega por valor de 100 mil millones de euros. Era el segundo plan de
rescate para Grecia y esta vez, para garantizarse que las cosas se hacían al
gusto y ritmo de la troika (BCE, Comisión Europea y FMI) y con el único fin de
garantizarse la sostenibilidad del pago de la deuda, ésta exigía que Grecia
aceptara una supervisión permanente de la Unión Europea sobre las cuentas
helenas o, lo que viene a ser lo mismo, que pusiera a su democracia en estado
de excepción, desprendiéndose de su soberanía en materia fiscal y
presupuestaria y quedando condicionadas sus decisiones a la aprobación previa
de la delegación de la Unión Europea.
Esto, a su vez, iba acompañado de
un programa de suspensión de pagos de parte de su deuda que era más una
propuesta abierta, lanzada al aire y sin aceptación por parte ni de acreedores
ni de deudores, que un acuerdo cerrado en sí mismo. En principio, se proponía
que los acreedores de los bonos griegos aceptaran una quita de hasta el 50% de
su valor. La propuesta griega era ofrecer a los acreedores bonos a 30 años, a
un tipo de interés del 6% y por un monto equivalente al 35% de la deuda en
cartera y el 15% restante se produciría en un pago en metálico al cancelar la
deuda viva.
Sin embargo, el primer ministro
griego dio el lunes un giro a la situación cuando anunció la convocatoria de un
referéndum para que el pueblo decidiera si aceptaba o no el acuerdo alcanzado
tras la Eurocumbre y, con ello, asumió la ofensiva en un escenario en el que ya
ha comenzado a sentir las presiones de Merkel y Sarkozy urgiéndolo a que se
atenga a razones y lo desconvoque.
Y es que, por un lado, se
encuentra la crisis política que esa decisión genera en el marco de la
Eurozona, en donde la economía que se supone que debía aceptar sin rechistar
las condiciones para su rescate ha promovido lo que ha sido considerado, desde
las altas instancias del gobierno europeo –esto es, Alemania-, como un acto de
insolencia al trasladar la decisión última sobre la aceptación del acuerdo a la
ciudadanía.
La irritación y las declaraciones
que avergonzarían a cualquier persona con un mínimo sentido de lo que significa
la democracia se han sucedido por doquier: desde Alemania, Bruederle planteaba
que Grecia
se estaba desmarcando de lo acordado y que, en caso de insolvencia e
incumplimiento de los acuerdos, se cerraría el grifo del dinero; desde
Finlandia, las declaraciones eran similares: lo
asimilan a un referéndum implícito y amenazan con que si no se acomete el
ajuste comprometido, se cortarán las ayudas; el presidente de la Comisión
Europea, Durao Barroso, y el del Consejo Europeo, Van Rompuy, han hecho una
declaración conjunta instando a Grecia a que honre sus compromisos porque,
dicen, están convencidos que el
programa de ajuste acordado es lo mejor para Grecia; en España, el ministro
José Blanco ha declarado que el
referéndum griego no es una buena decisión para Europa (no sabemos si le
parece una buena decisión para los griegos);
Todas esas presiones no son más
que la expresión de la incomodidad que la decisión del primer ministro griego
ha generado en el resto de gobernantes europeos que ahora ven cómo el contexto
de la aplicación en sus países de los planes de ajuste puede dar un giro
inesperado. Si los griegos van a poder ejercer su derecho a decidir
efectivamente si están dispuestos a sufrir más recortes sobre sus niveles de
vida y bienestar, nada impide, más bien al contrario, que el resto de ciudadanos
europeos comiencen a demandar lo mismo.
La decisión de Papandreu abre, en
este sentido, la caja de Pandora de la reivindicación del derecho de cualquier
ciudadano a poder decidir sobre todo aquello que afecta a su vida, máxime
cuando incide negativamente sobre ella. Y, al mismo tiempo, demuestra que la
resistencia popular en las calles, que las huelgas generales, que las
manifestaciones, que la interrupción y el saboteo de actos públicos sigue
siendo, no sólo la única opción legítima para expresar la voluntad popular
cuando la democracia ha quedado reducida al mero acto de la votación el día de
las elecciones, sino también la única válida para forzar a un gobierno a que
atienda a los intereses de sus ciudadanos.
No es de extrañar que los
gobiernos del resto de la Eurozona estén tan nerviosos: Grecia nos está
enseñando el camino por el que debemos transitar todos.
Y, por otro lado, se encuentra la
crisis que el anuncio Papandreu ha provocado en unos mercados que hace apenas
unos días, tras el anuncio de los resultados de la cumbre, se las prometían
relativamente felices.
El anuncio del referéndum ha
provocado el derrumbe de las Bolsas de toda Europa de las que han tirado hacia
abajo con especial intensidad las cotizaciones de los bancos; la subida de la
prima de riesgo de Italia hasta los umbrales en los que se suele producir el
rescate y también de la de España y éstas sólo han podido ser controladas a
través de la compra de bonos soberanos de esos dos países por parte del Banco
Central Europeo, contraviniendo, una vez más el Tratado de la Unión y sus
Estatutos; y, finalmente, también se ha producido la caída de la cotización del
euro.
La sensación no puede ser más
angustiosa. Pero es que no hay razones para menos porque la precaria
estabilidad del sistema financiero mundial depende en estos momentos de Grecia
o, más concretamente, de los griegos, a pesar de que los medios económicos y
hasta las agencias de calificación tratan de concentrar los efectos de la
decisión griega exclusivamente en ese país, advirtiendo de que el referéndum
puede conducir a su quiebra e, incluso, a su salida
del euro, como ha afirmado la agencia calificadora Fitch.
Sin embargo, la cosa no es tan
simple y las repercusiones se extenderían como olas concéntricas mucho más allá
de Grecia.
En efecto, si los griegos
decidieran no aprobar el plan de ajuste y, con él, el 50% de la quita sobre su
deuda, la quiebra del país sería casi instantánea si, efectivamente, la
Eurozona dejara de prestarle ayuda financiera. Sin embargo, Grecia juega, en
ese sentido con ventaja porque sabe que eso es altamente improbable. ¿Por qué?
Pues porque desde el momento en
el que se declarara la quiebra griega los bancos franceses y alemanes,
principales tenedores de los más de 26 mil millones de deuda griega en
circulación, estarían, si no en quiebra muy próximos a la misma, es decir,
deberían ser intervenidos y recapitalizados a cuenta de los presupuestos de sus
respectivos países (adviértase que, curiosamente, sus gobernantes han sido los
dos primeros en llamar al orden a Papandreu).
Pero ahí no acaba todo. Esos
bancos, al comprar la deuda soberana griega adquirieron también seguros para
cubrirse del riesgo de quiebra (los famosos CDS) y los
principales vendedores de esos CDS son, mire usted por dónde, bancos y empresas
aseguradoras norteamericanas. La conclusión es clara: la quiebra griega no
sólo provocaría la quiebra de los bancos europeos que poseen su deuda sino
también pondría en grandes dificultades a los bancos norteamericanos que
vendieron seguros para proteger a los compradores de dicha deuda. El riesgo
sistémico se extiende ahora a la inversa de como ocurrió con las hipotecas
basura que llegaron desde Estados Unidos contaminando el balance de los bancos
europeos. Ante este panorama, no es de extrañar que los mercados se hayan
comenzado a desplomar y el nerviosismo, cuando no el pánico, sea la sensación
dominante.
Y ese pánico debería aún
profundizarse más porque pudiera acabar ocurriendo que Grecia haga válida esa
expresión popular que dice que cuando uno le debe seis mil euros a un banco tiene
un problema, pero que cuando le debe seis mil millones el problema lo tiene el
banco. Si finalmente el referéndum se celebra y el pueblo griego rechaza el
plan de ajuste y la quita sobre la deuda, la tensión que se generará en los
mercados será tan elevada que el poder de negociación podría reequilibrarse y
facilitar la búsqueda de un reparto más proporcionado de los costes de la
crisis entre deudores y acreedores.
Nuevamente, en esto Grecia
también nos está enseñando el camino: nos está diciendo que cuando la
democracia entra por la puerta, podemos hacer saltar por la ventana a los
mercados.
Alberto Montero Soler (amontero@uma.es ) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y presidente de la Fundación CEPS. Puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
Rebelión
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