jueves, 24 de noviembre de 2011

El referéndum y sus enemigos

Las élites políticas y financieras que gobiernan Europa han decidido que no tolerarán ninguna consulta o elección que pueda escapar a su control. Lo han dejado claro en Grecia al forzar la dimisión de Papandreu; en Italia, imponiendo al Gobierno tecnócrata de Monti; e incluso en España, rindiendo de antemano al nuevo Gobierno a los designios de la prima de riesgo. Este veto oligárquico tiene otras expresiones. Hay una muy notoria: la demonización del referéndum, una de las pocas vías institucionales a través de la cual la ciudadanía podría llegar a imponer una respuesta distinta a la que las élites están dispuestas a aceptar. 

En el discurso dominante, el referéndum aparece como la quintaesencia de la manipulación y de la democracia plebiscitaria. Esta caracterización rotunda no es del todo arbitraria. Es innegable que el referéndum encierra peligros plebiscitarios. También que corre el riesgo de convertirse en un simple mecanismo de ratificación de decisiones previamente adoptadas desde arriba sin debate alguno. Una pregunta que sólo admite un sí o un no por respuesta puede ser un instrumento de manipulación en manos del poder de turno. Quien pregunta decide el contenido de la consulta y prefigura, en parte, la respuesta. Ahí están, para constatarlo, los plebiscitos de Mussolini o de Franco, en los que el líder obtiene el asentamiento de las masas en la plaza, sin posibilidad de confrontación plural e informada de ideas. Pero también consultas como la de la OTAN, que el PSOE instrumentalizó de forma burda para justificar su cambio de posición en la materia.

Cuestión diferente es que estos usos espurios basten para negar al referéndum toda su potencialidad como vía de participación ciudadana. En muchos de ellos, en rigor, la pregunta diseñada desde el poder acaba por escapar a su control, como en el aprendiz de brujo. La sola exigencia de un tiempo para el debate permite la irrupción de voces marginadas o infrarrepresentadas que acaban incidiendo en la decisión final. A pesar de sus pretensiones plebiscitarias, el referéndum de la OTAN no pudo impedir la movilización de posiciones pacifistas y antimilitaristas que calaron hondo en la opinión pública. Y lo mismo en el caso de Europa. Muchas consultas organizadas por las élites para legitimar decisiones económicas o políticas controvertidas terminaron por estrellarse contra opiniones públicas informadas que se tomaron en serio las preguntas realizadas. En Suecia y Dinamarca, la ciudadanía rechazó el euro en varias ocasiones. Y en Francia, Holanda o Irlanda, el férreo consenso mediático, partidista y empresarial no bastó para neutralizar los argumentos de las ilustradas campañas contra el Tratado constitucional o el Tratado de Lisboa.

Es verdad que cuando una pregunta no es clara o unívoca la respuesta puede prestarse a interpretaciones arbitrarias. Las élites financieras y políticas europeas, por ejemplo, se complacen en leer cualquier crítica al euro o a las grandes líneas económicas del proceso de integración como un reflejo principalmente nacionalista, xenófobo o populista. Esta interpretación sesgada les ahorra afrontar una realidad más amarga: el creciente rechazo que las recetas neoliberales de ajuste generan entre la población europea, comenzando por los jóvenes y las clases populares. Pero les permite, una y otra vez, deslegitimar al referéndum como herramienta democrática o forzar su repetición en caso de que sea inevitable convocarlo y los resultados no se ajusten a sus intereses.

A veces, esta manipulación ha sido conjurada gracias a la obstinación popular. En Islandia, la ciudadanía ratificó su decisión de no pagar la deuda ilegítima de la banca, a pesar de la enorme presión externa. En Eslovenia, se negó a aceptar el aumento de la edad de jubilación como pieza del programa de ajuste impuesto por la UE. Y en Italia, cerró el paso a la privatización del agua, al regreso de la energía nuclear o a la inmunidad de Berlusconi. En este último caso, esto fue posible precisamente gracias a la configuración jurídica del referéndum, que permite que sea una fracción de la ciudadanía quien pueda impulsar la pregunta que luego ha de someterse a consulta.

Las razones del referéndum de Papandreu no eran claras. Seguramente pensaba que podía ganar la consulta sobre el plan de rescate y aplacar, de esa manera, la asfixiante presión de la calle. Pero Alemania, Francia y los grandes inversores decidieron no asumir riesgos. En pocas horas, forzaron su dimisión y lo convirtieron en un monigote “populista” incapaz de entender que hay cuestiones “técnicas” sobre las que el común de los mortales no debería ser consultado. El secretario de Estado para la UE, Diego López Garrido, aportó la cuota ibérica al coro de censores. Justificó el golpe con la improvisada tesis de que los referendos sólo podían convocarse si entrañaban reformas constitucionales. Todo ello a pocas semanas de que su partido y el PP pactaran una modificación inconsulta del texto de 1978 para saciar la voracidad de los acreedores.

Detrás del argumento de Merkozy y la troika no hay sutilezas. Es esto o la furia de los prestamistas. El asalto de los tecnócratas y la rendición del principio democrático o el ascenso febril de la prima de riesgo. Hasta ahora, el chantaje ha funcionado con cierta eficacia. Pero a medida que la precarización y la recesión avanzan, pierde fuerza. Los indignados europeos lo han entendido. Por eso, a los intentos de demonizar el referéndum o de instrumentalizarlo desde arriba, han comenzado a oponer la necesidad de consultas basadas en una lógica distinta: participativa y deliberativa, no plebiscitaria. Estas consultas permitirían discutir sobre lo que hoy no se discute. Como el sentido de seguir pagando deudas ilegítimas, no contraídas por la mayoría, que están conduciendo a su ruina. O de un corsé monetarista que sólo exige ajustes e impide la construcción de una Europa solidaria. Plantear estas cuestiones es esencial para rescatar a la democracia de una oligarquía ciega y sin límites. Y si no lo hacen las instituciones, es lógico que tarde o temprano acabe haciéndolo la calle.

Gerardo Pisarello y Jaume Asens son juristas y miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona

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