Las élites políticas y financieras que gobiernan Europa han decidido que
no tolerarán ninguna consulta o elección que pueda escapar a su
control. Lo han dejado claro en Grecia al forzar la dimisión de
Papandreu; en Italia, imponiendo al Gobierno tecnócrata de Monti; e
incluso en España, rindiendo de antemano al nuevo Gobierno a los
designios de la prima de riesgo. Este veto oligárquico tiene otras
expresiones. Hay una muy notoria: la demonización del referéndum, una de
las pocas vías institucionales a través de la cual la ciudadanía podría
llegar a imponer una respuesta distinta a la que las élites están
dispuestas a aceptar.
En el discurso dominante, el referéndum aparece
como la quintaesencia de la manipulación y de la democracia
plebiscitaria. Esta caracterización rotunda no es del todo arbitraria.
Es innegable que el referéndum encierra peligros plebiscitarios. También
que corre el riesgo de convertirse en un simple mecanismo de
ratificación de decisiones previamente adoptadas desde arriba sin debate
alguno. Una pregunta que sólo admite un sí o un no por respuesta puede
ser un instrumento de manipulación en manos del poder de turno. Quien
pregunta decide el contenido de la consulta y prefigura, en parte, la
respuesta. Ahí están, para constatarlo, los plebiscitos de Mussolini o
de Franco, en los que el líder obtiene el asentamiento de las masas en
la plaza, sin posibilidad de confrontación plural e informada de ideas.
Pero también consultas como la de la OTAN, que el PSOE instrumentalizó
de forma burda para justificar su cambio de posición en la materia.
Cuestión
diferente es que estos usos espurios basten para negar al referéndum
toda su potencialidad como vía de participación ciudadana. En muchos de
ellos, en rigor, la pregunta diseñada desde el poder acaba por escapar a
su control, como en el aprendiz de brujo. La sola exigencia de un
tiempo para el debate permite la irrupción de voces marginadas o
infrarrepresentadas que acaban incidiendo en la decisión final. A pesar
de sus pretensiones plebiscitarias, el referéndum de la OTAN no pudo
impedir la movilización de posiciones pacifistas y antimilitaristas que
calaron hondo en la opinión pública. Y lo mismo en el caso de Europa.
Muchas consultas organizadas por las élites para legitimar decisiones
económicas o políticas controvertidas terminaron por estrellarse contra
opiniones públicas informadas que se tomaron en serio las preguntas
realizadas. En Suecia y Dinamarca, la ciudadanía rechazó el euro en
varias ocasiones. Y en Francia, Holanda o Irlanda, el férreo consenso
mediático, partidista y empresarial no bastó para neutralizar los
argumentos de las ilustradas campañas contra el Tratado constitucional o
el Tratado de Lisboa.
Es verdad que cuando una pregunta no es
clara o unívoca la respuesta puede prestarse a interpretaciones
arbitrarias. Las élites financieras y políticas europeas, por ejemplo,
se complacen en leer cualquier crítica al euro o a las grandes líneas
económicas del proceso de integración como un reflejo principalmente
nacionalista, xenófobo o populista. Esta interpretación sesgada les
ahorra afrontar una realidad más amarga: el creciente rechazo que las
recetas neoliberales de ajuste generan entre la población europea,
comenzando por los jóvenes y las clases populares. Pero les permite, una
y otra vez, deslegitimar al referéndum como herramienta democrática o
forzar su repetición en caso de que sea inevitable convocarlo y los
resultados no se ajusten a sus intereses.
A veces, esta
manipulación ha sido conjurada gracias a la obstinación popular. En
Islandia, la ciudadanía ratificó su decisión de no pagar la deuda
ilegítima de la banca, a pesar de la enorme presión externa. En
Eslovenia, se negó a aceptar el aumento de la edad de jubilación como
pieza del programa de ajuste impuesto por la UE. Y en Italia, cerró el
paso a la privatización del agua, al regreso de la energía nuclear o a
la inmunidad de Berlusconi. En este último caso, esto fue posible
precisamente gracias a la configuración jurídica del referéndum, que
permite que sea una fracción de la ciudadanía quien pueda impulsar la
pregunta que luego ha de someterse a consulta.
Las razones del
referéndum de Papandreu no eran claras. Seguramente pensaba que podía
ganar la consulta sobre el plan de rescate y aplacar, de esa manera, la
asfixiante presión de la calle. Pero Alemania, Francia y los grandes
inversores decidieron no asumir riesgos. En pocas horas, forzaron su
dimisión y lo convirtieron en un monigote “populista” incapaz de
entender que hay cuestiones “técnicas” sobre las que el común de los
mortales no debería ser consultado. El secretario de Estado para la UE,
Diego López Garrido, aportó la cuota ibérica al coro de censores.
Justificó el golpe con la improvisada tesis de que los referendos sólo
podían convocarse si entrañaban reformas constitucionales. Todo ello a
pocas semanas de que su partido y el PP pactaran una modificación
inconsulta del texto de 1978 para saciar la voracidad de los acreedores.
Detrás
del argumento de Merkozy y la troika no hay sutilezas. Es esto o la
furia de los prestamistas. El asalto de los tecnócratas y la rendición
del principio democrático o el ascenso febril de la prima de riesgo.
Hasta ahora, el chantaje ha funcionado con cierta eficacia. Pero a
medida que la precarización y la recesión avanzan, pierde fuerza. Los
indignados europeos lo han entendido. Por eso, a los intentos de
demonizar el referéndum o de instrumentalizarlo desde arriba, han
comenzado a oponer la necesidad de consultas basadas en una lógica
distinta: participativa y deliberativa, no plebiscitaria. Estas
consultas permitirían discutir sobre lo que hoy no se discute. Como el
sentido de seguir pagando deudas ilegítimas, no contraídas por la
mayoría, que están conduciendo a su ruina. O de un corsé monetarista que
sólo exige ajustes e impide la construcción de una Europa solidaria.
Plantear estas cuestiones es esencial para rescatar a la democracia de
una oligarquía ciega y sin límites. Y si no lo hacen las instituciones,
es lógico que tarde o temprano acabe haciéndolo la calle.
Gerardo
Pisarello y Jaume Asens son juristas y miembros del Observatorio de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona
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